Aunque haya ocurrido quizá en unos pocos segundos de una única noche desasosegada, ignoro si lo que narro son los fragmentos -aparentemente sin ilación- rescatados por la vigilia del hondo universo de un sueño, o los sueños sucesivos de esa noche inquietante.
Su reconstrucción, entorpecida y alterada por la exactitud de las palabras (esas formas coaguladas del pensamiento), fue lenta y gradual.
Al principio éramos dos conversando mientras caminábamos. Llovía sobre la avenida oscura, húmeda de luces como manchas de acuarela difuminadas en los charcos.
Un indiferenciado rumor urbano se parecía al silencio. El asfalto espejeante insinuaba hembras, pizzas, shows y ambulancias.
Esta vez iba con Carlos, el historiador rosarino. Cruzábamos entre los vehículos y el ajetreo de la Gran Metrópoli del Sur cuando sentenció con su voz eufónica de bajo ruso:
-Los radicales fueron los peronistas de la primera parte del siglo. Los nacionales y populares del país inmigrante. Como otros, malograron las ilusiones para terminar repartiéndose migajas.
Mientras él modulaba su melopea discursiva, que se iba convirtiendo en música de fondo, ingresando en territorio perdido, sobre las amplias entradas en arco de un antiguo edificio neoclásico de piedra gris brillaron las letras de neón: Amenábar Center. No era el nombre distorsionado de Abenamar, el moro de la morería de los viejos versos castellanos, sino el del cura santafesino del Congreso Constituyente del 53, que bautizó la calle del barrio de Belgrano donde me crié.
Del vasto sótano salió una camioneta transparente, hecha de cristal, en cuyo interior resplandecían, iluminados por una luz que surgía de sus entrañas, toda clase de artefactos para el hogar.
Había aspiradoras, equipos de sonido, teléfonos celulares, pequeños aparatos de televisión, hornos de microondas, computadoras, artefactos humectantes del ambiente, bicicletas fijas, cepillos de dientes eléctricos, secadores de pelo, todo sobrealumbrado por potentes spots invisibles, como si fueran la muestra ambulante de la abundancia y la felicidad, la esperada carroza del Imperio del Confort.
Entramos por los sombríos corredores de altos cielorrasos, sin ventanas, donde hombres indistintos, consagrados a la displicencia, arreglaban o jugaban entre los mecanismos de relojes de bolsillo iguales a los que usaban nuestros bisabuelos.
Era una labor silenciosa y al parecer amena, y algo sugería que no la hostigaba un propósito definido de reparación ni plazo alguno.
Permanecimos en silencio, viendo cómo se demoraban en eternidad las arduas fases del devenir. Las manos de los relojeros se entretenían ensayando sus milimétricas operaciones, tocando aquí y allá un resorte, la cuerda o un perno, para observar después los efectos, más con curiosidad lúdica que con mirada técnica.
En eso entró un personaje ignoto (no lo vimos, lo intuimos), que puso un alerta de pavor en los imprecisos recintos. Entonces yo le alcancé mi anodino reloj de pila al artesano que tenía más cerca.
Lo observó detenida, amorosamente, como si fuera una rara joya -todo objeto puede ser examinado así-, y comentó en voz queda:
-Este reloj está bien, pero andaría mejor si marcara un tiempo que no es.
Aquí se abre una cisura, una laguna que el olvido (que es también memoria) prefirió respetar.
Desconozco, por lo tanto, cómo aparecí de golpe en el Distrito Federal, recostado en el suelo contra el muro del Instituto de Relaciones Culturales Germano-Mexicano Alexander von Humboldt, en la intersección precisa de Colima y Córdoba, en plena colonia Roma.
Habían expulsado del local a nuestro taller de literatura de El Alfil Negro por no sé qué óperas alemanas, pero yo había vuelto al lugar -adonde no iba a ir nadie-, como quien cumple una cita tácita, una cita cuya concreción no depende de la concurrencia efectiva de los contertulios.
En la esquina desierta se oía el chasquido que produce la caja de los semáforos a cada cambio de señales, esporádicos ululares de sirenas de patrulleros y, a lo lejos, el pito chirriante del camotero.
Ya caída la madrugada bajaron de un auto dos mujeres, aún jóvenes pero maduras, que se despidieron frente a mí sin notarme. Una tomó por Córdoba hacia el Sur, que me pareció el punto cardinal del destino, y la otra ingresó al edificio como si allí viviera. Creí reconocer en ella a una indefinida compatriota, antes exiliada, que había vuelto a Buenos Aires y decidió finalmente regresar a México. Agradecí que me soslayara porque de algún modo vago, ahora negado, había sostenido con ella un sordo pleito del que no quise acordarme.
Comenzaron a cantar los pájaros.
Al encenderse traslúcida la esfera celeste sobre las sombras persistentes de la superficie el follaje fue cobrando minuciosa nitidez.
De pronto percibí que se acercaba, amenazante de locuacidad, una vieja desdentada, entre loca y mendiga, envuelta en trapos andrajosos, que me involucró en un monólogo intensamente comprometedor del que no retengo casi nada.
Empezó imprecando en yidish:
-¡Drek! ¡Schmutz!
Y luego en inglés:
-¡Mexican way!
En su incoherente soliloquio se intercalaron expresiones desconcertantes, como "masacráticos", "demosgracias", "derechos germanos", "plurisismos", pero el sentido global, siquiera simbólico, de su descompuesto mensaje, me excedió por completo.
Sólo sé que pretendí ir huyendo por las calles desoladas de la Roma con el rumbo fijo del desamparo y me metí presuroso a un taxi providencial, que arrancó en el instante mismo en que esa bruja patética se estrellaba contra la carrocería y quedaba reventada, exánime, en medio de la acera.
Tras el breve trayecto olvidé en el taxi mi carga ritual de diarios, revistas y libros, y mi esencial cartera, donde estaban la agenda, el dinero y los documentos de identidad, y subí por una alta escalinata de mármol a un caserón vetusto, poblado de artistas y prostitutas con vestiduras de comediantes, alegres y coloridas.
En una especie de galería lateral, cubierta con techos, mamparas y tabiques de vidrio esmerilado, yacían junto a unos macetones la maga y el bufón. Trajes sastre rojos, moñitos negros sobre blusas de encaje blanquísimo, sombreros de copa, bastones con puños de marfil, mallas de bailarina ajustadas a los cuerpos, rostros decorados con espeso maquillaje, desafiantes senos turgentes, conferían al ámbito de la deteriorada mansión y a sus ocupantes -entre quienes se mezclaban hombres de visita, jóvenes e informales, con impecables oficinistas de corbata y portafolios-, un aire festivo de circo.
En el Salón Grande la vi a ella recostada junto a un negro esbelto y sensual, desnudos, en íntimo diálogo erótico. Quise proferir algo insustancial, como si el encuentro no hubiera alterado el curso normal de las cosas, pero abandoné la parodia y la discordia reclamado por un alboroto confuso.
Un señor bien trajeado aducía funciones de inspección y una de las amazonas entraba y salía del salón agitada, consultando la respuesta más conveniente.
-Dice que pertenece a la Suprema Corte de Justicia- informó la dama.
Entonces emergí de mi perplejidad, me dirigí hacia la entrada y le descerrajé unas palabras que lo hicieron retroceder y borrarse medrosamente escaleras abajo:
-¿Vuoi sapere cos'è il rimpatrio?
A los amigos de los barrios, los amores y las revoluciones
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Acerca del autor
Biobibliografía
Eduardo Lucio Molina y Vedia (Buenos Aires, 1939), como otros muchos escritores, viene del periodismo. Éste, su primer libro, reúne textos elaborados durante las últimas dos décadas. Incluye desde cuentos hasta los autorretratos femeninos de la sección “Galerías” y un ejercicio de mimesis borgiana, Vindicación de El nombre”, sugerido por un curioso episodio con motivo del día de los inocentes de 1984. Molina y Vedia inició su trayectoria en 1958 en “El Territorio” de la ciudad de Resistencia y ocupó en Buenos Aires jefaturas de sección en el semanario “Primera Plana” y el diario “La Opinión”, entre otras publicaciones. En México desde 1977, colaboró en periódicos y revistas, tradujo una veintena de libros, dirigió “le Monde diplomatique en español”, se desempeñó como corresponsal de la agencia Inter Press Service y fue jurado en 1983 del Premio de Traducción Literaria Alfonso X. Algunos de sus cuentos fueron publicados en la revista argentina “Utopías del Sur” y en las mexicanas “Plural”, “Topodrilo”, “El Alfil Negro”, “Revista de la Universidad Autónoma del Estado de México”, “Filo rojo” y “Andamio”, así como en una plaquette de Editorial Mixcóatl.
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