A los amigos de los barrios, los amores y las revoluciones

Eduardo Lucio Molina y Vedia
eduluc_2000@yahoo.com.mx

Alcira

Era fea pero flameaba la llamarada de su cabellera pelirroja, hirsuta, suelta o abigarrada de horquillas. Se acercó a mi mesa en la redacción, tímida, para hablar de no se qué nota, y recordé un ansia pelirroja naufragada en la biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras.
Vestía insólita Alcira. Medias blancas tres cuartos de colegiala y una expresión en el rostro como de asco placentero, si es posible algo semejante. Pero una confianza de aplomo íntegro envolvía su entorno y era como haberla conocido.
En la plaza San Martín, una tarde fuera del tiempo o robada al tiempo pautado de las obligaciones, sentí su piel y su aroma dulzón, insoportable en cualquier otro contexto e incorporado lentamente a mi mundo de lo femenino a lo largo de esos años cabales de amistad y amor.
Ella era triste y cordial como una auténtica argentina y recorrimos juntos, como si fuera la primera vez, los trayectos de nuestra repensada vida, eludiendo los escollos y los abismos mutuamente respetados. Nos veíamos en la redacción y en unos oscuros depósitos de libros de la editorial donde ella trabajaba por las mañanas. Había en nuestros encuentros una comunión que disolvía las circunstancias, los accidentes de nuestra existencia. El diálogo y los abrazos discurrían por los caminos de un ensueño concreto, más real que el mundo, trascendente de una sabiduría nueva pero reencontrada.
Me contaba de Rosario, de su amigo poeta y periodista, un idealizado Romeo hacia el que habían tendido incuestionablemente sus anhelos de aquellos años, de sus comienzos en la bohemia de un diario provinciano. Narró, minuciosa, el lento suicidio de un amigo alcohólico y edípico que ahora también vivía en Buenos Aires, con la misma magnanimidad con que su mujer intentaba apuntalarlo, lacerante y piadosa, hundida en la catástrofe de su amor.
Las horas eran todas buenas en aquellos tiempos y nos vieron mañanas, tardes y noches, confundidos en la vorágine de una cama, gozando nuestra inédita complicidad entre amigos, escuchando música en su pieza. Yo la veía joven e íntegra, tan mujer, tan sola en el Buenos Aires crispado y tenso de comienzos de la guerra, que ella crecía en medio de los edificios y la rutina, solemne y humilde, como un ídolo civil.
Leíamos horas un libro de Prévert que me había regalado, ella espectando mi descubrimiento de una poesía alzada y popular, también reelaborando ella su propia adhesión en el énfasis de otra lectura. Compartimos la soledad de la soltería y del matrimonio, la modesta repugnancia hacia el éxito, el cotidiano latir de dos vidas.
Mi amigo Daniel no se parecía a mí cuando se enamoró de Alcira. Como éramos compañeros del sindicato, y él se obstinaba en ser un joven discreto y reverente, me preguntó sobre ella como si me solicitara cierta aquiescencia, también discreta. Nos habíamos alejado sin darnos cuenta, ya no nos veíamos tan seguido, aunque para mí Alcira había penetrado definitivamente en el ámbito de lo que jamás me dejará. Le dije a Daniel que sí, en el lenguaje tácito de los elogios sin cálculo, salidos de las entrañas como los insultos y las lamentaciones, y después me enteré, con una tenue y vaga tristeza del alma, de mi inevitable sustitución.
La vi hermosa con él, dinámico y pragmático, un marxista positivo de los que ahogan la utopía. Pero ella había cambiado sorprendentemente a un África-look pelirrojo, inesperado, y yo la elogié con imprudencia, sin que él supiera mi riguroso respeto por los límites y hasta mi agradecimiento por lo que pudiera caberle en la transformación.
Meses más tarde el cerco se hizo mortal. Huíamos como ratas acorraladas en medio de la masacre y los perdí de vista. Visitarlos hubiese sido contaminarlos con nuestro destino, asumido en la tempestad de la derrota. Después un intercambio de cartas México-Buenos Aires, meramente informativo, sin el calor de lo nuestro, y varias cartas mías sin respuesta, perdidas en la incertidumbre de una mudanza, del terror represivo, tal vez de una sórdida reyerta conyugal.

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Acerca del autor

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Biobibliografía

Eduardo Lucio Molina y Vedia (Buenos Aires, 1939), como otros muchos escritores, viene del periodismo. Éste, su primer libro, reúne textos elaborados durante las últimas dos décadas. Incluye desde cuentos hasta los autorretratos femeninos de la sección “Galerías” y un ejercicio de mimesis borgiana, Vindicación de El nombre”, sugerido por un curioso episodio con motivo del día de los inocentes de 1984. Molina y Vedia inició su trayectoria en 1958 en “El Territorio” de la ciudad de Resistencia y ocupó en Buenos Aires jefaturas de sección en el semanario “Primera Plana” y el diario “La Opinión”, entre otras publicaciones. En México desde 1977, colaboró en periódicos y revistas, tradujo una veintena de libros, dirigió “le Monde diplomatique en español”, se desempeñó como corresponsal de la agencia Inter Press Service y fue jurado en 1983 del Premio de Traducción Literaria Alfonso X. Algunos de sus cuentos fueron publicados en la revista argentina “Utopías del Sur” y en las mexicanas “Plural”, “Topodrilo”, “El Alfil Negro”, “Revista de la Universidad Autónoma del Estado de México”, “Filo rojo” y “Andamio”, así como en una plaquette de Editorial Mixcóatl.