A los amigos de los barrios, los amores y las revoluciones

Eduardo Lucio Molina y Vedia
eduluc_2000@yahoo.com.mx

El diario

Al gordo Acuña, que le ponía música a las gacetillas

No era un diario. Era la límpida utopía de un diario, su impecable arquetipo, la forma finalmente asumida por el Edén.
Yo sabía desde siempre que algo así iba a ocurrir. Lo soñé entre las rejas de imprecisas cárceles concéntricas sintetizando retazos de mi pasado.
Cuando en la despedida de la adolescencia, a finales de los cincuenta, me senté por primera vez en una redacción, ante un escritorio plegable de hierro grávido de una Underwood de entreguerras, la sordidez de esa especie de rústica cuadra de escribas no logró vulnerar el encanto de la cita entre mi vocación y yo. El buró se abría haciendo saltar como un sapo la máquina empotrada, en medio de ruidos semejantes a los de un taller mecánico, y se ponía la hoja mate de originales, con su pelusa, sus inútiles líneas y números pautados, ensayando la pausa inspiradora del comienzo.
Entonces el Gordo Acuña, sin dar tregua, ladraba desde la mesa: -¡No piense: escriba!
Ahí supe que ése era el maravilloso lugar de los milagros, donde cualquier cosa era posible. Hasta alcanzar realmente la meta elusiva y congénita de todo periódico, su desiderátum motriz: apresar a cabalidad el universo en doscientos gramos de papel impreso con palabras e imágenes.
Fraguar así ese otro simbólico universo a domicilio, que caería en los jardines como lluvia de letras -cual prodigio de la civilización-, o entraría por los buzones o las rendijas que quedan entre los bordes inferiores de la puerta y el suelo, o que se recogería en cualquier esquina a cambio de unas monedas, como una llave maestra para enchufarse al mundo y vibrar con los acontecimientos de los más disímiles parajes del planeta.
Pero esto que sucedía ahora, la anunciación del diario perfecto, de un medio que rompería todos los géneros conocidos para fundar una nueva era de las comunicaciones, y mi providencial inclusión en el proyecto, desbordaba cualquier ilusión, me introducía en el mundo increíble de los deseos cumplidos.
La mañana había amanecido extraña, como si se reservara algo.
Ante la mesa servida con el café, el pan tostado y la mermelada, ella preguntó, redundante, si yo había preparado el desayuno; y respondí serio, sin estar seguro de que fuera una broma: -No; vino Orson Welles y lo dejó listo.


Más tarde la casa quedó bajo el poder del silencio y me senté a esperar el ignorado acontecimiento que sobrevino después. El gato se arrellanó en el sillón de enfrente dispuesto a acompañarme en ese hiato.
Con rara serenidad, reflexioné en que estaba desocupado y no sabía qué me depararía el destino como homo economicus. También pensé en la barrera casi infranqueable que había representado para mí la labor periodística respecto de mis tempranas inclinaciones hacia la escritura literaria. Me interné en la dialéctica del odio y el amor a esa insalubre profesión que viví intensamente durante más de cuatro décadas. Ella me dio -estuve pensando- este manejo instrumental del lenguaje que, si bien no clausura la belleza y la fantasía, terminó por ahogar en tinta perecedera mi gusto por la invención de ficciones. Sentí nostalgias de dejarme nuevamente llevar por la deriva del idioma para recrear y compartir tramos de existencia, texturas, rincones y sentidos de la vida.
En eso estaba hasta que supe el objeto de mi espera. Sonó el teléfono y era Rafa, que se alegraba por mi reciente regreso de Buenos Aires y me anunciaba que tenía un trabajo para mí. Parecía el maná, pero iba a ser mucho más.
Se estaba armando un nuevo diario que alentaba la inocente pretensión de arrasar con todos los demás. Me pareció inevitable que empezara a explicármelo así, por descarte, en ejercicio de ese sadismo profesional que nos marca. Yo debía ocuparme de la sección de informaciones internacionales, mi preferida.
La mejor tecnología, un nuevo concepto periodístico, una selección de firmas y de estrellas políticas, científicas y literarias en el país y en los cinco continentes, algo que no podía fallar. Por supuesto (pero esta vez sí sería cierto), libertad irrestricta. Los financistas y sus soportes políticos estaban más allá del bien y del mal. No en el sentido de Nietzsche o de Dios, sino en una clave casi lúdica, la de la primigenia inocencia.
La redacción sería un bunker coordinador tapizado de consolas y pantallas computarizadas para recibir, escoger, ordenar y finalmente urdir la trama y la forma, definitiva y fugaz, de cada edición. La tropa de redactores, tituleros, corresponsales, fotógrafos y dibujantes, dispararía sus materiales desde sus casas o sus estudios particulares, o desde los lugares de los hechos, interconectada a una vasta y sofisticada red satelital que la mantendría constantemente en diálogo con la central y con los sitios decisivos del mundo exterior.
-Porque a veces pasa que para escribir una línea sobre cualquier cosa -se entusiasmaba Rafa- hace falta saber lo que sucede en todo el planeta, el último hallazgo parido por las ciencias biológicas, el más tenue palpitar de los conflictos sociales en Tailandia.
A esta altura del delirio ya no era necesario -hubiera sido un sacrilegio- hablar de salarios, que seguramente serían siderales e irrelevantes de tan excesivos, y aun así seguirían siendo una parte ínfima de lo que se gastaría en equipos, servicios y sistemas.
Según Rafa esto era distinto; era una nueva forma de hacer periodismo en el mundo, y hasta una nueva forma de consumirlo. La agilidad, la instantaneidad y la riqueza de las imágenes de la radio y la televisión más la profundidad, la contextualización y la permanencia de la prensa, todo impreso en múltiples ediciones diarias transmitidas a terminales particulares o distribuidas a suscriptores, en un sorprendente papel-tela, brillante, opaco y liviano, con indelebles tintas polícromas, cubriendo una crisis cada cuatro horas.
-Estás loco, Rafa; no sigas que no te creo nada- le dije en busca de un resuello que me permitiera asimilar lo que estaba pasando.
Traté de distender la conversación y ganar tiempo recordándole que Borges no leía diarios porque dudaba que todos los días ocurrieran cosas importantes y, más aún, que en caso de que efectivamente sucedieran alguien llegara a enterarse, sobre todo si era periodista.
Pero Rafa Améndola, mi compatriota y colega de tantos años, con quien habíamos recalado en México corridos por los milicos, estaba embalado y no podía parar.
Como se aspiraba a la perfección fueron eliminados los manuales, los revisores de estilo y los correctores de pruebas. Por las noches, o en caso de ediciones múltiples en cada cierre, los jefes echaríamos un vistazo en pantalla al conjunto y un repaso minucioso a nuestra respectiva sección, dispuestos a cualquier eventual ajuste de último momento. Los títulos se presentarían en los monitores como un metatexto para eliminar o evitar repeticiones tanto léxicas como sintácticas.
Alarmas automáticas especialmente programadas nos advertirían sobre abusos indebidos en el tratamiento de determinados temas, en el empleo de algunas palabras o giros, o en la reiteración de diagramas o recursos gráficos.
-En la variedad está el interés- pontificaba Rafa, que en esto de los lugares comunes era un tigre.
En días normales -es decir, cuando no hubiera más que una edición- a partir de las dos de la madrugada (para captar la salida de los locales nocturnos y de los Vip's abiertos permanentemente, así como para llegar hasta la casa de los suscriptores antes de que despertaran), una nube de repartidores exclusivos se extendería por todo el Distrito Federal en motonetas silenciosas.
Lo mismo ocurriría en Guadalajara, Monterrey, Puebla, Veracruz y las demás capitales estatales, donde la edición se reproduciría fielmente vía satélite.
Miles de personas en todo el país ya habrían leído El diario cuando sus competidores aparecieran junto a él, cinco o seis horas más tarde, en los para muchos ya obsoletos puestos de venta de periódicos.
La imagen gráfica sería extraordinaria -me aseguraba Rafa-, porque tendría algo todavía más asombroso que su belleza, eficacia y originalidad.
Estaba pensada para ir cambiando y metamorfoseándose con las semanas y los meses, a fin de no cansar la percepción del público, sin perder sus virtudes cardinales ni diluir la identidad visual.
Un equipo selecto, cuyo anonimato debía cuidarse celosamente para no entorpecer su privacía, estaba encargado de asegurar que íbamos a producir un objeto no sólo lúcido y omnicomprensivo del actuar, el sentir y el pensar del mundo, sino también hermoso, inesperadamente hermoso.
Durante una fase sucesiva, pero inmediata, se lanzarían nuestras ocho ediciones internacionales policéntricas, en Nueva York, Moscú, París, El Cairo, Río, Nairobi, Pekín y Tokio, cada una elaborada en el lugar, conservando sólo en común algunos editoriales, columnas firmadas y artículos de fondo. Una legión de traductores cuidaría la fidelidad y la calidad de las versiones al inglés, ruso, francés, árabe, portugués, swahili, chino y japonés.
El diario mundial y multifacético alimentó desde el comienzo tanto mezquinas paranoias como ilusiones de una vida profesional itinerante y mágica, fuente inagotable de megalomanías mesiánicas, capaces de convertir un proyecto periodístico en una suerte de religión laica.
Nuestro enigmático mecenas, o por lo menos el que ponía el rostro, era un tal Bruno Monteverde, hijo de un ex político nayarita, al que le gustaba encerrarse los fines de semana en su mansión de Tepoztlán a tocar el violoncello y cocinar pozole, mientras fantaseaba confusamente con la idea de convertirse en una especie de nuevo Citizen Kane del siglo veintiuno, un moderno zar de las comunicaciones computarizadas en la aldea ecológica, capaz de evitar catástrofes mundiales manipulando los titulares de primera plana.
Sobre los patrocinadores Rafa no fue muy explícito y durante las semanas y los meses de preparación que siguieron a nuestro diálogo telefónico el punto no hizo sino oscurecerse y confundirse paulatinamente.
Rafa quiso parecer enigmático, pero se percibía a las claras que estaba en ayunas:
-No se puede saber -decía-, porque así son las cosas en este tipo de asuntos.
Y explicaba: Hay todo el dinero del mundo. Los intermediarios de los que lo ponen (porque ésos nunca dan la cara) dicen que nos fijemos los sueldos nosotros mismos. No hacen problemas con el staff de colaboradores o la orientación. Quieren lo mejor, venga de donde venga, sin mirar a quién, con quién o contra quién. Podemos publicar en portada un reportaje a Sendero Luminoso o la última sandez de Fukuyama sobre el fin de la historia y de las ideologías. La libertad es absoluta y por eso la responsabilidad también. Hay que verlo para creerlo. Me consta que gastaron un millón de dólares en tres meses sólo para estudios previos, asesorías y derechos. Ya se compraron las máquinas y los equipos. Dicen que vienen en un barco panameño.
Entonces se animó a sugerir:
No vamos a tener más remedio que inventar una historia creíble de pantalla, una historia que oculte lo que ni siquiera nosotros sabemos: de dónde parte todo esto. Pero ocultar es mostrar y a la larga no sé cuánto durará el verso. Por el momento (y como jugamos a ciegas tal vez sea cierto) vamos a manejar la versión de un consorcio transnacional de monopolios, organizaciones no gubernamentales, banqueros, ecologistas, universidades y centros de arte de Japón, Europa, Estados Unidos y lo que quedó del bloque soviético, una fundación de cultura y comunicología sin signo político preciso (salvo la fe en la eficiencia, la salvación del planeta y el diseño de una nueva sociedad global, aunque se sospecha que cuidadosamente fragmentada, para el siglo veintiuno). Sería un conglomerado tan vago y anónimo como dotado de un poder omnímodo.
A la charla con Rafa siguió un relax con el gato y la búsqueda de un cable a tierra en las nimiedades de la vida cotidiana.
De un modo ambiguo intuí que continuaba desempleado, pero la fascinación de la aventura y el loco deseo de vivir como real mi fantasía, que se estaba volviendo colectiva, me mantuvieron en el proyecto.
Hubo complejas reuniones preparatorias y el grupo inicial iba creciendo. Me encontré con colegas prestigiosos y serios, algunos ya conocidos y otros que durante años había querido tratar.
Las cosas se desenvolvían con una extravagante lentitud. Elaboramos categorizaciones temáticas, sistemas de comunicación informales que daban su lugar al desorden y al caos, estudios diferenciales de los registros lingüísticos hablados y escritos de nuestros potenciales lectores, textos puntuales modelo para dar cuenta de situaciones de equilibrio y desequilibrio, explicaciones con intención totalizadora de procesos regionales y mundiales, una gama flexible e interactiva de hipótesis sobre los desarrollos políticos de los próximos diez años, cronogramas específicos para diversos días de la semana y variados menús informativos.
Las sesiones de la redacción en ciernes eran una fiesta de la inteligencia y la creatividad, un torneo de aciertos y hallazgos donde el sentido común ("el menos común de los sentidos", apuntaba Rafa, como si hubiera inventado la expresión) se valía de las nuevas maravillas tecnológicas para liberar a nuestro futuro lector de las farragosas intermediaciones engendradas durante los últimos tres siglos por las rutinas burocráticas del oficio periodístico.
La madurez del equipo tuvo su punto de no retorno cuando segregó rápida y expeditivamente a un efímero "asesor de estilo", enviado por nuestro Randolph Hearst, pletórico de ínfulas sacramentales. Pretendía prohibir las oraciones subordinadas y el uso de verbos auxiliares, reducir a un mínimo la utilísima y módica palabra "que" (ya sea como conjunción, pronombre relativo o interjección) y proscribir los dinámicos gerundios. Ah, y consideraba un delito iniciar un texto con una pregunta. "Suele crear incertidumbre", decía, en medio del asombro circundante. Identificado como un ejemplo de "cretinismo gramatical" se lo humilló con la oferta de ocuparse del archivo. La incorporación de un viejo periodista de raza, que avaló nuestros devaneos con suficiencia, diciendo que había vivido un experimento análogo durante el sexenio de Ávila Camacho en un periódico aparecido por dos meses en Tuxtla Gutiérrez, consolidó al grupo, le confirió el equilibrio que estaba necesitando para no perder contacto con la realidad.
Entonces hicimos los primeros números cero, que fueron cobrando forma y maravillándonos gradualmente en una espiral de logros que parecía infinita. (Rafa decía que era “una asíntota, una recta que prolongada se acerca indefinidamente a una curva sin encontrarla.) El producto no era el soñado pero nos convencimos de que con las máquinas prometidas lo sería.
La gente empezó a hablar de El diario, se publicaron artículos y se difundieron programas de radio y televisión anticipando algunas de sus características, sugiriendo otras y conjeturando las demás, y así el proyecto fue adquiriendo una morosa y fantasmal existencia objetiva. Nos encontrábamos en unas vetustas oficinas que habían sido la administración de un cabaret en los años treinta y nos solazábamos en intercambiar sonrisas irónicas y gestos de desganada arrogancia, como confesándonos indulgentemente la pertenencia compartida a una urdimbre fantástica de la que no podíamos o no queríamos sustraernos. Visitábamos un vasto convento del siglo diecisiete que sería nuestra sede y al que se dotaría con el más avanzado equipamiento electrónico y computacional sin afectar sus amplios jardines, donde según advirtió uno de los veteranos seguramente aún deambularían los espíritus (y quizá los cuerpos) de sus primitivas moradoras, las monjas carmelitas, una de las cuatro grandes órdenes mendicantes. Allí organizamos algunos asados y decidimos la distribución de las diferentes secciones en las variadas aulas y celdas de clausura, que se parecían a las celdas de la cárcel donde soñé, en incontables noches de duermevela, figurándome el paraíso bajo la especie de una redacción.
Después, insensiblemente, las reuniones se fueron espaciando hasta que desaparecieron del todo y ya nadie, fuera del grupo fundador, volvió a hablar de El diario. Cuando nos encontrábamos por azar en la calle o en algún bar, a la salida de un cine o un teatro, o en alguna redacción, volvíamos sobre el tema como si siguiera vigente. El más fiel a la idea original sigue siendo Rafa. Según él, El diario no debe salir nunca del indeciso ámbito de los proyectos para no arruinarlo.

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Acerca del autor

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Biobibliografía

Eduardo Lucio Molina y Vedia (Buenos Aires, 1939), como otros muchos escritores, viene del periodismo. Éste, su primer libro, reúne textos elaborados durante las últimas dos décadas. Incluye desde cuentos hasta los autorretratos femeninos de la sección “Galerías” y un ejercicio de mimesis borgiana, Vindicación de El nombre”, sugerido por un curioso episodio con motivo del día de los inocentes de 1984. Molina y Vedia inició su trayectoria en 1958 en “El Territorio” de la ciudad de Resistencia y ocupó en Buenos Aires jefaturas de sección en el semanario “Primera Plana” y el diario “La Opinión”, entre otras publicaciones. En México desde 1977, colaboró en periódicos y revistas, tradujo una veintena de libros, dirigió “le Monde diplomatique en español”, se desempeñó como corresponsal de la agencia Inter Press Service y fue jurado en 1983 del Premio de Traducción Literaria Alfonso X. Algunos de sus cuentos fueron publicados en la revista argentina “Utopías del Sur” y en las mexicanas “Plural”, “Topodrilo”, “El Alfil Negro”, “Revista de la Universidad Autónoma del Estado de México”, “Filo rojo” y “Andamio”, así como en una plaquette de Editorial Mixcóatl.