A los amigos de los barrios, los amores y las revoluciones

Eduardo Lucio Molina y Vedia
eduluc_2000@yahoo.com.mx

Borges apócrifo

Vindicación de “El nombre”

Los dilatados acaeceres de vidas y generaciones, la trama populosa e incesante que entrelaza legiones de destinos o el día único y minucioso del Cónsul bajo el volcán, habían sido hasta ahora para mí un género intransitable. Como Macedonio Fernández, que fue el más silencioso, el más lacónico de los conversadores y apenas dejó textos, preferí siempre las dificultades de la brevedad a las de la saga.
Frecuenté los perplejos laberintos, el relato circular o desconcertante, el poema (sin duda en demasía), el tiempo cíclico, el ensayo, lo que ciertos exégetas (con desdén por la elegancia) bautizaron cuento-ensayo, las escépticas obstinaciones de la teología y la metafísica, la reseña cinematográfica (yo, que hoy no distingo los contornos de un rostro), las calles de barrio desangrándose en atardeceres desaforados y el arrojo gratuito de sus cuchilleros, el idioma en que amaron y blasfemaron los ásperos sajones, las mitologías de Buenos Aires, las heteróclitas enumeraciones.
Me acobardó la vasta novela, su exceso, su incesante dilapidación de palabras y situaciones, su énfasis casi estadístico.
Homero, el Griego, fue tal vez un mero recopilador, en cuya epopeya marítima se expresaba la voz de un pueblo de infancia locuaz. Escritores como Tolstoi o Emile Zola parecen haber querido legarnos un fatigoso registro literario de su época, un atlas (probablemente inútil) de estilos arquitectónicos y costumbres gremiales. El inventario de Dostoievsky sólo difiere en que tiene por escenario la atormentada psiquis rusa, agravada por el vodka melancólico de los bajos fondos. Proust, otro detallista del alma, fue una especie de precursor introvertido de Funes, el memorioso, en clave nostálgica. Sólo un cosaco desmesurado como Sholojov -que fabuló un virtuoso Don maximalista- pudo haber perpetrado obra tan caudalosa como la geografía que le sirvió de marco. Los cien años de soledad, del originalísimo colombiano García Márquez, hubieran ganado con ser sólo cincuenta años de soledad.
Mi gusto por la metáfora, por las hipálages, por la secreta simpatía y contradicción de los conceptos, por la imagen concisa y breve (¿qué más metáfora que una palabra?), mi modesta sospecha de que quizá la lengua (toda lengua) conste apenas de unos diez o quince términos, proliferados en decenas de miles de reiteraciones o variantes, me alejaron de esa paciencia admirable e intimidatoria, de esa inconcebible travesía de las letras.
Felizmente, mis amigos mexicanos parecen haber corregido esta pereza. Acostumbrados a empresas vastas cuyo sentido último nos desborda, juzgaron que mi obra completa no podía o no debía carecer de una novela, y tramaron, o descubrieron, un texto inédito (abdicado o tal vez olvidado por mí), extenso e insensato como las pirámides, que aún hoy los arqueólogos intentan dotar de un sentido oculto, soslayando su obvia raíz lúdica.
Cuando me hablaron de El nombre, cuya austera reseña había conmocionado al ambiente intelectual mexicano, tuve la sensación de lo conocido.
Sería omnipotente de mi parte decidir si he escrito o no esa novela. He declarado que el arte de la lectura es posterior, y más civil, que el de la mera escritura. La idea del plagio, o de la obra apócrifa, es más comercial que literaria. ¿Quién, si no el lector, ha dotado de perspectivas y riquezas inéditas, de mundos insólitos e inagotables, mis vagas ambigüedades?
Los géneros literarios, la literatura misma, son apenas unas inciertas categorías manejadas por especialistas, unas eruditas supersticiones de un siglo perdido en el abismo de los milenios.
Mi miscelánea obra total, hecha de incongruencias y heterogeneidades, será probablemente leída por eventuales hombres del siglo XXV (y, por qué no, de algún contemporáneo nuestro, que siempre los ha habido, cinco siglos adelantado a su tiempo) como una ardua monotonía reiterativa de circunstancias, temas y enigmas, unida por un imperceptible pero cabal hilo novelístico. No es imposible imaginar a ese condescendiente lector añorando, al leer mis páginas, la concisión de un Flaubert o de un Cervantes.
Esa novela ha sido urdida o develada (sin duda con proverbial cortesía azteca) en el México de Alfonso Reyes y Octavio Paz.
Estoy sorprendido. Aguardo, con ansia y curiosidad, conocer ese texto que he suscitado, o quizás descifrado. Me asalta el temor de que si una novela de la que soy autor puede ser para mí de lectura inaugural yo sea, en realidad, una ficción.

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Acerca del autor

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Biobibliografía

Eduardo Lucio Molina y Vedia (Buenos Aires, 1939), como otros muchos escritores, viene del periodismo. Éste, su primer libro, reúne textos elaborados durante las últimas dos décadas. Incluye desde cuentos hasta los autorretratos femeninos de la sección “Galerías” y un ejercicio de mimesis borgiana, Vindicación de El nombre”, sugerido por un curioso episodio con motivo del día de los inocentes de 1984. Molina y Vedia inició su trayectoria en 1958 en “El Territorio” de la ciudad de Resistencia y ocupó en Buenos Aires jefaturas de sección en el semanario “Primera Plana” y el diario “La Opinión”, entre otras publicaciones. En México desde 1977, colaboró en periódicos y revistas, tradujo una veintena de libros, dirigió “le Monde diplomatique en español”, se desempeñó como corresponsal de la agencia Inter Press Service y fue jurado en 1983 del Premio de Traducción Literaria Alfonso X. Algunos de sus cuentos fueron publicados en la revista argentina “Utopías del Sur” y en las mexicanas “Plural”, “Topodrilo”, “El Alfil Negro”, “Revista de la Universidad Autónoma del Estado de México”, “Filo rojo” y “Andamio”, así como en una plaquette de Editorial Mixcóatl.