A los amigos de los barrios, los amores y las revoluciones

Eduardo Lucio Molina y Vedia
eduluc_2000@yahoo.com.mx

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Por Alejandro Katz

La aparición de una novela de Borges es sin duda un hito importante en las letras contemporáneas; es, por lo demás, un hecho conmovedor, tanto por lo que significa que a los ochenta y cinco años dé a luz una obra de un género que nunca había ensayado -o, cuando menos, si lo había hecho, nunca había expuesto los resultados- como por aquello, más personal pero cierto, que sucede al encontrarse con algo que uno siempre deseó pero a lo que nunca se animó a conferirle posibilidades de existencia (no sé a qué ocultos mecanismos neuróticos responda ese deseo de poseer lo que uno sabe de antemano que ni siquiera existirá...aunque esta vez existió).
La veloz y voraz lectura de El nombre, esta breve novela de poco más de doscientas páginas, no me permitirá más que unas superficiales reflexiones que, ojalá, puedan servir a título de presentación.
Tiempo hay, y esta obra lo exige, para una lectura más profunda y un análisis más riguroso.
"No soy un novelista", había dicho Borges en su memorable ensayo sobre Hawthorne. Y, en el mismo ensayo, había marcado algunas de las diferencias que alejan al novelista del cuentista: "Hawthorne primero imaginaba, acaso involuntariamente, una situación, y buscaba después caracteres que la encarnaran. No soy un novelista, pero sospecho que ningún novelista ha procedido así: “Creo que Schomberg es real”, escribió Joseph Conrad de uno de los personajes más memorables de su novela Victory, y eso podría honestamente afirmar cualquier novelista de cualquier personaje."
Y antes había dicho Borges: "Algo más grave que las duplicaciones y el panteísmo se advierte en los bosquejos, algo más grave para un hombre que aspira a novelista, quiero decir."
Y qué pasa con Borges cuando escribe una novela?
¿Qué pasa con Borges que, precisamente, hizo de toda su obra una duplicación, y en donde cada frase está impregnada de panteísmo?
¿Que en todos sus cuentos creó situaciones magníficas, tan magníficas que apenas si detrás de ellas se puede observar algún personaje en el sentido en que él lo señala?
El nombre disipa esas dudas; quizá sea la primera novela en la que la relación personaje/situación no sufre un corrimiento en beneficio de ninguno de los dos términos.
Tanto María Clementina Bentos como O`Connors, como la baronesa de Bacourt, son lo que la vieja crítica llamaría personajes redondos; pero, a la vez, el incesto, el homicidio y su perfecto desenlace geométrico, son indudables.
Y, por encima de esa coexistencia de personajes y situaciones, como para terminar de desmentir aquello que él mismo había señalado, la novela está recorrida por un hilo panteísta que la organiza y estructura, construida sobre un innegable trasfondo ético que reafirma las ya conocidas ideas de Borges en ese sentido.
Es posible, sin esforzarse demasiado, encontrar todo el pensamiento de Borges en estas páginas -como, quizá, y para serle fiel a él, es posible encontrarlo en cada línea-: por ello no es casual el título: El nombre.
No es casual, no sólo por su presencia en el desenlace de la novela, presencia sobre la cual no me explayaré para no quitar a los lectores el gusto de descubrirla por sí mismos. No es casual porque ese título sintetiza inquietudes ya casi centenarias del escritor argentino: el nombre, en el sentido que rescata de Platón; pero también el nombre de los cabalistas, el nombre, el único, el innombrable y que, como era de prever, aquí permanece silencioso.
El espíritu panteísta de Borges invade todo el texto, pero no lo asfixia. Lo invade, por ejemplo, al establecer relaciones con sus otros textos: la ya citada baronesa de Bacourt, por ejemplo, fue, en Pierre Menard, autor del Quijote, la destinataria de "un ciclo de admirables sonetos" que corresponderían a la letra r del catálogo de "la obra visible" de Menard. Ahora, instalada en Buenos Aires, quince años antes de que, en 1934, fuera musa del "simbolista de Nîmes", la baronesa participa en la construcción de una obra que no en poco se emparenta con aquellos cuentos de Ficciones.
No sé bien a bien por qué la novela de Borges me recordó los ambientes de Arlt, aunque creo saber que si Borges se enterara de esta comparación la tomaría por tan errónea como caprichosa. Sin embargo, es posible que al dejar el argumento breve, las situaciones que podían prescindir de ambientes precisos -y recordemos que la prosa de Borges deambula por varios continentes, y a veces por ninguno, "que es de todos"-, Borges haya tenido que reconstruir un ambiente que siempre quiso mantener impoluto y al que quiso reflejar como no decadente, es decir, como lo opuesto de los de Arlt; leído en sentido inverso, se podría decir que siempre prescindió de la creación de ambientes para evitar tener que reconocer la decadencia de aquella casa de verjas altas en la que pasó su infancia rodeado de libros en inglés.
Finalmente, mi comparación no sería tan arbitraria si recordáramos que la prosa de Arlt está teñida de reflexiones morales, y que la de Borges lo está de reflexiones éticas, y es quizá, entonces, sólo esa pequeña diferencia de matiz, que va de la moral a la ética, lo que los separa en este terreno.
Indudablemente, la comparación no puede ir mucho más lejos. La prosa de Borges alcanzó casi la perfección, y es quizá esa casi perfección la que le permite construir una novela que, para serlo, no tuvo que renunciar ni a la maravillosa tensión de sus sueños ni al inagotable caudal de ideas que los traspasaban.
El nombre no se resume en unas líneas, como no se resume en una sola lectura ni en un solo lector.
Intentar presentarlo, lo percibo ahora, al terminar la nota, es tarea vana. A sus ochenta y cinco años, Borges sigue produciendo una de las mejores literaturas de la segunda mitad de nuestro siglo. Por ello, sólo la lectura -las lecturas- de El nombre permitirán acercarse a los significados de la imposibilidad del nombre.

México, 28 de diciembre de 1984.
Jorge Luis Borges, El nombre,
Buenos Aires, Emecé, 1984, 215 pp.

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Acerca del autor

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Biobibliografía

Eduardo Lucio Molina y Vedia (Buenos Aires, 1939), como otros muchos escritores, viene del periodismo. Éste, su primer libro, reúne textos elaborados durante las últimas dos décadas. Incluye desde cuentos hasta los autorretratos femeninos de la sección “Galerías” y un ejercicio de mimesis borgiana, Vindicación de El nombre”, sugerido por un curioso episodio con motivo del día de los inocentes de 1984. Molina y Vedia inició su trayectoria en 1958 en “El Territorio” de la ciudad de Resistencia y ocupó en Buenos Aires jefaturas de sección en el semanario “Primera Plana” y el diario “La Opinión”, entre otras publicaciones. En México desde 1977, colaboró en periódicos y revistas, tradujo una veintena de libros, dirigió “le Monde diplomatique en español”, se desempeñó como corresponsal de la agencia Inter Press Service y fue jurado en 1983 del Premio de Traducción Literaria Alfonso X. Algunos de sus cuentos fueron publicados en la revista argentina “Utopías del Sur” y en las mexicanas “Plural”, “Topodrilo”, “El Alfil Negro”, “Revista de la Universidad Autónoma del Estado de México”, “Filo rojo” y “Andamio”, así como en una plaquette de Editorial Mixcóatl.