A los amigos de los barrios, los amores y las revoluciones

Eduardo Lucio Molina y Vedia
eduluc_2000@yahoo.com.mx

Labrar la palabra

En ciertos autores la originalidad es un principio rector o una guía de su acción creadora. Para algunos de ellos (de ahí los ismos que se suceden con velocidad vertiginosa) lo es en demasía, y se devanan los sesos, o los de sus musas, para dar con la anécdota inesperada, la ambientación inverosímil, los personajes estrambóticos, el epíteto sorprendente y hasta la puntuación nihilista. Otros no dan tanta importancia a ese criterio y buscan la adecuada realización de sus ideales estéticos en diversos ámbitos o regiones del mapamundi de la literatura.
En éste, su primer libro de relatos, de enorme belleza y de factura inmejorable, Eduardo Lucio Molina y Vedia resulta original, único, orgullosamente irrepetible; pero no por un afán de novedades, de sentirse el primero de la lista y de decirles a sus lectores: “He aquí este escritor inclasificable que no se ciñe a lo consabido, ni es un repetidor o explorador de lo habitual, sino un descubridor de extrañezas, de juguetes fantásticos y de nuevas facetas de lo inesperado”.
Molina y Vedia es original porque es auténtico, porque escribe no para velarse o impresionar a los demás sino para decirse y volcarse hacia el papel en una actitud extrovertida que guarda zonas de contacto con la confesión intimista.
Yo creo en el apotegma según el cual “todo escritor auténtico acaba por ser original, pero no todo escritor original deviene auténtico”. Molina y Vedia tiende a hacer lo que hace por razones de personalidad, de sentimiento, de carne y de ser, y no por consideraciones de frío esteta o de intelectual astuto.
Lejos de lo trivial y manido -la obviedad es el ogro de la literatura-, Eduardo escoge deliberadamente deambular por los linderos de lo ambiguo. En “Digresión”, donde se habla del diario personal de una vieja e interesantísima mujer (que rechazó en otro tiempo el matrimonio y que no pudo ocultar sus sentimientos lesbianos cuando una mujer -nada menos que Gabriela Mistral- le toma largamente la mano), Amparo, la protagonista, suelta esta frase: “Y hay una escena inquietante, narrada con toda la ambigüedad de la buena literatura”, que nos muestra la coloración positiva que tienen lo equívoco y lo multifacético en la vivencia estilística de nuestro escritor.
Es frecuente, en efecto, que Eduardo, con su genuina originalidad, haga uso o se apoye en la ambigüedad, porque él prefiere la bruma de lo impreciso a la insulsa claridad de lo notorio. Algo que se manifiesta desde el título del libro. ¿Qué son estos “cuentos de novela”? ¿Se trata de una autoexaltación algo burlona, como si se dijera “cuentos extraordinarios” o “de película” (“de pelos”)? ¿Son narraciones tomadas de algunas novelas o inspiradas en ellas? ¿Relatos de novelas hechas o por hacer del propio Eduardo? ¿Embriones cuentísticos de novelas? ¿O conjuntos de protagonistas, acaeceres y situaciones que sugieren un tácito hilo novelístico? La polisemia es riqueza del texto.
El plexo de valores que anima o acompaña a Eduardo posee otro elemento especialmente significativo: él ve la creación literaria como sublimación (o catarsis) de la afectividad. En su texto de juventud “Adolesciendo” nos dice que hay días en que nos invade el escepticismo -en que cualquier dogma se nos convierte en signo de interrogación-, en que se tiene nostalgia de sentido y esa angustia “vana y decadente” se torna “una amarga costumbre del alma”. En estas condiciones es un alivio intentar expresar ese sentimiento, y es que, “darle forma, tratar de pulirlo”: “Presenta ciertos problemas estéticos. Es una manera de distraerse”. La creación resulta así un aspecto imprescindible de la existencia, del irla pasando, del modus vivendi. Para Eduardo, como para todo verdadero escritor, no se puede vivir sin crear. Vivir bien es no sólo escribir sino hacerlo con calidad.
Otro elemento que suele poseer la “buena literatura” es el humor, y hay que señalar que en buenas dosis y apariciones oportunas campea en diferentes relatos del libro. Un escritor que echa mano de la ambigüedad y que sabe cómo y cuándo llegarle a la agudeza, puede convertir a sus textos, y es lo que sucede con los que el lector tiene en sus manos, no sólo en interesantes y amenos, sino en inquietantes e imprescindibles. Un ejemplo entre otros: “Iba a proponerle a Amparo que lloráramos juntos cuando tuve en cuenta la advertencia de mi amiga Susana según la cual no hay pareja que sobreviva a un llanto compartido.” (“Digresión”) O éste, que tras la sonrisa que puede suscitar guarda un serio filo poético: “Al anochecer asomaba, íntima, la luna del jardín lateral, una luna a domicilio.” (“Ceremonias”) Un humor todavía más fino, más literario, más críptico, aparece en el texto del “Borges apócrifo” (que yo llamaría metaborgiano) en que presuntamente el escritor argentino, al enterarse de que en México le atribuyen una novela (“El nombre”) que no recuerda haber escrito, expresa lo siguiente: “Estoy sorprendido. Aguardo, con ansia y curiosidad, conocer ese texto que he suscitado, o quizá descifrado. Me asalta el temor de que si una novela de la que soy autor puede ser para mí de lectura inaugural yo sea, en realidad, una ficción.” (“Vindicación de “El nombre”)
Pero me urge hablar de otro aspecto. Para algunos escritores lo fundamental de una narración es la trama, para otros los personajes, para unos más el ambiente. Y no faltan, desde luego, los que quieren armonizar en lo posible estos elementos. Aunque los tres factores aparecen en Molina y Vedia, siento que el protagonista esencial de sus escritos es la palabra. Palabra labrada que es además anécdota, personajes, ambiente.
Eduardo es un orfebre de la palabra. Me da la impresión de que cada vocablo suyo ha pasado por el sabio golpeteo del martillo sobre el yunque. Vigila de manera esmerada y puntillosa que no haya rimas involuntarias en el texto. Cuida sus adjetivos, pastorea sus preposiciones, abre las puertas -pero no exageradamente- a un hálito poético. Sus textos, en fin, se dejan llevar “por la deriva del idioma para recrear y compartir tramos de existencia”, como leemos en “El diario”.
Estamos frente a un conjunto de textos al que nada humano le es ajeno. En un puñado reducido de narraciones y en sus sintéticos autorretratos de la sección “Galerías” se despliega un abanico amplio, complejo, de ideas, sentimientos, personalidades, experiencias, pasiones o hechos únicos (y, por consiguiente, universales).
Veamos algunos.
El sexo: “...el sexo se hizo presente sin pedir permiso...” (“Digresión”)
La noticia inicial de la finitud de las formas: “...mi inclusión paulatina en el espanto de la muerte...” (“Simulacro”)
Las impresiones infantiles: “La módica tragedia del Gitano cobraba un grave patetismo ante mis azorados ojos infantiles.” (“Gitano”)
La preeminencia de la vida sobre la ideación: “Lo sustancial lo hacemos, no lo decimos.” (“Adolesciendo”)
El pesimismo: “La huida debe ser hacia adelante, pero no hay adelante.” (“Adolesciendo”)
El terror de los perseguidos: “...cada vez que se escuchaba el ascensor parecía el final fatalmente esperado...” (Diásporas”)
La amenaza: “Las cosas empezaron a cambiar cuando primero algunos, después la mayoría y más tarde casi todos, levantaron la mirada con cierta inquietud hacia el pajarraco negro, aparentemente solo, lejos de su bandada, que observaba inmóvil la vasta escena desde el campanario.” (“Festín”)
La pasión: “Yo la tiré de espaldas y me sumergí entre sus muslos a saborear la guanábana tersa y olorosa que se abría a mi lengua, mientras mis manos seguían exprimiéndole la leche del deseo.” (“Aunque nos maten”) Y más adelante: “No paré hasta sacarle todas las ganas que traía en el vientre.” (“Aunque nos maten”)
La felicidad infantil: “Así vivía la felicidad de no entender nada, de entregar mis coordenadas al azar de la dicha.” (“Ceremonias”)
El sentimiento de marginación: “Confirmo una desolada pertenencia en los rostros de mis ancestros, el parecido que nadie me puede arrebatar. No pido un reconocimiento que nunca tuve. Sólo que me dejen estar un rato entre estos muebles, rodeada de la escenografía de mi exclusión. Soy Carmen Salerno. Vengo por mi herencia.” (“Visita”)
Periodista, traductor y escritor nacido en 1939 en Buenos Aires, Molina y Vedia vive en la ciudad de México desde 1977. Su trayectoria se inicia en 1958 en el matutino “El Territorio” de Resistencia, capital de la provincia argentina del Chaco, y sigue en Buenos Aires, como redactor y jefe de secciones, entre otras publicaciones, de los vespertinos “Noticias Gráficas” y “La Razón”, de los semanarios “Siete Días” y “Primera Plana”, y del matutino “La Opinión”.
Desde su arribo a México -exiliado por la dictadura militar de su país- escribió artículos en diversas publicaciones, tradujo una veintena de libros, entre ellos “Fragmentos de un discurso amoroso” de Roland Barthes, dirigió la edición latinoamericana de “le Monde diplomatique en español”, se desempeñó como corresponsal de la agencia periodística internacional Inter Press Service (IPS), y fue jurado en 1983 del Premio de Traducción Literaria Alfonso X, organizado por el Instituto Nacional de Bellas Artes. Cuenta con colaboraciones firmadas en diarios y revistas de América Latina y de todo el mundo durante más de 40 años de actividad profesional.
A lo largo de su trayectoria literaria participó en diversos seminarios, dictó cursos en institutos especializados en periodismo y traducción, y pronunció numerosas conferencias sobre su área de conocimientos y actividades, que abarca la política, la literatura y la prensa.
Eduardo es un literato, como otros muchos, que viene del periodismo. Un periodismo que lo dotó de ciertas cualidades indiscutibles, como la prosa de trazo rápido y exacto, pero al que hubo de trascender para constituirse en lo que es ahora: un escritor pleno, que revela una mano maestra desde su primer libro de cuentos.
El amor-odio por el periodismo nos lo revela este párrafo que resulta elocuente para entender la forma escritural de Molina y Vedia: “También pensé en la barrera casi infranqueable que había representado para mí la labor periodística respecto de mis tempranas inclinaciones hacia la escritura literaria. Me interné en la dialéctica del odio y el amor a esa insalubre profesión que viví intensamente durante más de cuatro décadas. Ella me dio -estuve pensando- ese manejo instrumental del lenguaje que, si bien no clausura la belleza y la fantasía, terminó por ahogar en tinta perecedera mi gusto por la invención de ficciones.” (“El diario”)
Pocas veces se puede decir de un primer libro que se trata de una obra madura. Y es que, por lo general, los autores van madurando a medida que van editando sus producciones.
El caso de Eduardo es distinto. Él fue madurando literariamente antes de publicar. Cuando sintió que sus facultades, que su pluma, que su estrategia, habían llegado a la sazón, decidió dar a conocer sus relatos, y ello constituye un regalo inapreciable para el espíritu.
No me cabe la menor duda: estamos frente a la primera de un conjunto de obras de extraordinaria calidad debidas a un insólito inventor de ficciones.


Enrique González Rojo

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Acerca del autor

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Biobibliografía

Eduardo Lucio Molina y Vedia (Buenos Aires, 1939), como otros muchos escritores, viene del periodismo. Éste, su primer libro, reúne textos elaborados durante las últimas dos décadas. Incluye desde cuentos hasta los autorretratos femeninos de la sección “Galerías” y un ejercicio de mimesis borgiana, Vindicación de El nombre”, sugerido por un curioso episodio con motivo del día de los inocentes de 1984. Molina y Vedia inició su trayectoria en 1958 en “El Territorio” de la ciudad de Resistencia y ocupó en Buenos Aires jefaturas de sección en el semanario “Primera Plana” y el diario “La Opinión”, entre otras publicaciones. En México desde 1977, colaboró en periódicos y revistas, tradujo una veintena de libros, dirigió “le Monde diplomatique en español”, se desempeñó como corresponsal de la agencia Inter Press Service y fue jurado en 1983 del Premio de Traducción Literaria Alfonso X. Algunos de sus cuentos fueron publicados en la revista argentina “Utopías del Sur” y en las mexicanas “Plural”, “Topodrilo”, “El Alfil Negro”, “Revista de la Universidad Autónoma del Estado de México”, “Filo rojo” y “Andamio”, así como en una plaquette de Editorial Mixcóatl.