A los amigos de los barrios, los amores y las revoluciones

Eduardo Lucio Molina y Vedia
eduluc_2000@yahoo.com.mx


© Eduardo Lucio Molina y Vedia

Labrar la palabra

En ciertos autores la originalidad es un principio rector o una guía de su acción creadora. Para algunos de ellos (de ahí los ismos que se suceden con velocidad vertiginosa) lo es en demasía, y se devanan los sesos, o los de sus musas, para dar con la anécdota inesperada, la ambientación inverosímil, los personajes estrambóticos, el epíteto sorprendente y hasta la puntuación nihilista. Otros no dan tanta importancia a ese criterio y buscan la adecuada realización de sus ideales estéticos en diversos ámbitos o regiones del mapamundi de la literatura.
En éste, su primer libro de relatos, de enorme belleza y de factura inmejorable, Eduardo Lucio Molina y Vedia resulta original, único, orgullosamente irrepetible; pero no por un afán de novedades, de sentirse el primero de la lista y de decirles a sus lectores: “He aquí este escritor inclasificable que no se ciñe a lo consabido, ni es un repetidor o explorador de lo habitual, sino un descubridor de extrañezas, de juguetes fantásticos y de nuevas facetas de lo inesperado”.
Molina y Vedia es original porque es auténtico, porque escribe no para velarse o impresionar a los demás sino para decirse y volcarse hacia el papel en una actitud extrovertida que guarda zonas de contacto con la confesión intimista.
Yo creo en el apotegma según el cual “todo escritor auténtico acaba por ser original, pero no todo escritor original deviene auténtico”. Molina y Vedia tiende a hacer lo que hace por razones de personalidad, de sentimiento, de carne y de ser, y no por consideraciones de frío esteta o de intelectual astuto.
Lejos de lo trivial y manido -la obviedad es el ogro de la literatura-, Eduardo escoge deliberadamente deambular por los linderos de lo ambiguo. En “Digresión”, donde se habla del diario personal de una vieja e interesantísima mujer (que rechazó en otro tiempo el matrimonio y que no pudo ocultar sus sentimientos lesbianos cuando una mujer -nada menos que Gabriela Mistral- le toma largamente la mano), Amparo, la protagonista, suelta esta frase: “Y hay una escena inquietante, narrada con toda la ambigüedad de la buena literatura”, que nos muestra la coloración positiva que tienen lo equívoco y lo multifacético en la vivencia estilística de nuestro escritor.
Es frecuente, en efecto, que Eduardo, con su genuina originalidad, haga uso o se apoye en la ambigüedad, porque él prefiere la bruma de lo impreciso a la insulsa claridad de lo notorio. Algo que se manifiesta desde el título del libro. ¿Qué son estos “cuentos de novela”? ¿Se trata de una autoexaltación algo burlona, como si se dijera “cuentos extraordinarios” o “de película” (“de pelos”)? ¿Son narraciones tomadas de algunas novelas o inspiradas en ellas? ¿Relatos de novelas hechas o por hacer del propio Eduardo? ¿Embriones cuentísticos de novelas? ¿O conjuntos de protagonistas, acaeceres y situaciones que sugieren un tácito hilo novelístico? La polisemia es riqueza del texto.
El plexo de valores que anima o acompaña a Eduardo posee otro elemento especialmente significativo: él ve la creación literaria como sublimación (o catarsis) de la afectividad. En su texto de juventud “Adolesciendo” nos dice que hay días en que nos invade el escepticismo -en que cualquier dogma se nos convierte en signo de interrogación-, en que se tiene nostalgia de sentido y esa angustia “vana y decadente” se torna “una amarga costumbre del alma”. En estas condiciones es un alivio intentar expresar ese sentimiento, y es que, “darle forma, tratar de pulirlo”: “Presenta ciertos problemas estéticos. Es una manera de distraerse”. La creación resulta así un aspecto imprescindible de la existencia, del irla pasando, del modus vivendi. Para Eduardo, como para todo verdadero escritor, no se puede vivir sin crear. Vivir bien es no sólo escribir sino hacerlo con calidad.
Otro elemento que suele poseer la “buena literatura” es el humor, y hay que señalar que en buenas dosis y apariciones oportunas campea en diferentes relatos del libro. Un escritor que echa mano de la ambigüedad y que sabe cómo y cuándo llegarle a la agudeza, puede convertir a sus textos, y es lo que sucede con los que el lector tiene en sus manos, no sólo en interesantes y amenos, sino en inquietantes e imprescindibles. Un ejemplo entre otros: “Iba a proponerle a Amparo que lloráramos juntos cuando tuve en cuenta la advertencia de mi amiga Susana según la cual no hay pareja que sobreviva a un llanto compartido.” (“Digresión”) O éste, que tras la sonrisa que puede suscitar guarda un serio filo poético: “Al anochecer asomaba, íntima, la luna del jardín lateral, una luna a domicilio.” (“Ceremonias”) Un humor todavía más fino, más literario, más críptico, aparece en el texto del “Borges apócrifo” (que yo llamaría metaborgiano) en que presuntamente el escritor argentino, al enterarse de que en México le atribuyen una novela (“El nombre”) que no recuerda haber escrito, expresa lo siguiente: “Estoy sorprendido. Aguardo, con ansia y curiosidad, conocer ese texto que he suscitado, o quizá descifrado. Me asalta el temor de que si una novela de la que soy autor puede ser para mí de lectura inaugural yo sea, en realidad, una ficción.” (“Vindicación de “El nombre”)
Pero me urge hablar de otro aspecto. Para algunos escritores lo fundamental de una narración es la trama, para otros los personajes, para unos más el ambiente. Y no faltan, desde luego, los que quieren armonizar en lo posible estos elementos. Aunque los tres factores aparecen en Molina y Vedia, siento que el protagonista esencial de sus escritos es la palabra. Palabra labrada que es además anécdota, personajes, ambiente.
Eduardo es un orfebre de la palabra. Me da la impresión de que cada vocablo suyo ha pasado por el sabio golpeteo del martillo sobre el yunque. Vigila de manera esmerada y puntillosa que no haya rimas involuntarias en el texto. Cuida sus adjetivos, pastorea sus preposiciones, abre las puertas -pero no exageradamente- a un hálito poético. Sus textos, en fin, se dejan llevar “por la deriva del idioma para recrear y compartir tramos de existencia”, como leemos en “El diario”.
Estamos frente a un conjunto de textos al que nada humano le es ajeno. En un puñado reducido de narraciones y en sus sintéticos autorretratos de la sección “Galerías” se despliega un abanico amplio, complejo, de ideas, sentimientos, personalidades, experiencias, pasiones o hechos únicos (y, por consiguiente, universales).
Veamos algunos.
El sexo: “...el sexo se hizo presente sin pedir permiso...” (“Digresión”)
La noticia inicial de la finitud de las formas: “...mi inclusión paulatina en el espanto de la muerte...” (“Simulacro”)
Las impresiones infantiles: “La módica tragedia del Gitano cobraba un grave patetismo ante mis azorados ojos infantiles.” (“Gitano”)
La preeminencia de la vida sobre la ideación: “Lo sustancial lo hacemos, no lo decimos.” (“Adolesciendo”)
El pesimismo: “La huida debe ser hacia adelante, pero no hay adelante.” (“Adolesciendo”)
El terror de los perseguidos: “...cada vez que se escuchaba el ascensor parecía el final fatalmente esperado...” (Diásporas”)
La amenaza: “Las cosas empezaron a cambiar cuando primero algunos, después la mayoría y más tarde casi todos, levantaron la mirada con cierta inquietud hacia el pajarraco negro, aparentemente solo, lejos de su bandada, que observaba inmóvil la vasta escena desde el campanario.” (“Festín”)
La pasión: “Yo la tiré de espaldas y me sumergí entre sus muslos a saborear la guanábana tersa y olorosa que se abría a mi lengua, mientras mis manos seguían exprimiéndole la leche del deseo.” (“Aunque nos maten”) Y más adelante: “No paré hasta sacarle todas las ganas que traía en el vientre.” (“Aunque nos maten”)
La felicidad infantil: “Así vivía la felicidad de no entender nada, de entregar mis coordenadas al azar de la dicha.” (“Ceremonias”)
El sentimiento de marginación: “Confirmo una desolada pertenencia en los rostros de mis ancestros, el parecido que nadie me puede arrebatar. No pido un reconocimiento que nunca tuve. Sólo que me dejen estar un rato entre estos muebles, rodeada de la escenografía de mi exclusión. Soy Carmen Salerno. Vengo por mi herencia.” (“Visita”)
Periodista, traductor y escritor nacido en 1939 en Buenos Aires, Molina y Vedia vive en la ciudad de México desde 1977. Su trayectoria se inicia en 1958 en el matutino “El Territorio” de Resistencia, capital de la provincia argentina del Chaco, y sigue en Buenos Aires, como redactor y jefe de secciones, entre otras publicaciones, de los vespertinos “Noticias Gráficas” y “La Razón”, de los semanarios “Siete Días” y “Primera Plana”, y del matutino “La Opinión”.
Desde su arribo a México -exiliado por la dictadura militar de su país- escribió artículos en diversas publicaciones, tradujo una veintena de libros, entre ellos “Fragmentos de un discurso amoroso” de Roland Barthes, dirigió la edición latinoamericana de “le Monde diplomatique en español”, se desempeñó como corresponsal de la agencia periodística internacional Inter Press Service (IPS), y fue jurado en 1983 del Premio de Traducción Literaria Alfonso X, organizado por el Instituto Nacional de Bellas Artes. Cuenta con colaboraciones firmadas en diarios y revistas de América Latina y de todo el mundo durante más de 40 años de actividad profesional.
A lo largo de su trayectoria literaria participó en diversos seminarios, dictó cursos en institutos especializados en periodismo y traducción, y pronunció numerosas conferencias sobre su área de conocimientos y actividades, que abarca la política, la literatura y la prensa.
Eduardo es un literato, como otros muchos, que viene del periodismo. Un periodismo que lo dotó de ciertas cualidades indiscutibles, como la prosa de trazo rápido y exacto, pero al que hubo de trascender para constituirse en lo que es ahora: un escritor pleno, que revela una mano maestra desde su primer libro de cuentos.
El amor-odio por el periodismo nos lo revela este párrafo que resulta elocuente para entender la forma escritural de Molina y Vedia: “También pensé en la barrera casi infranqueable que había representado para mí la labor periodística respecto de mis tempranas inclinaciones hacia la escritura literaria. Me interné en la dialéctica del odio y el amor a esa insalubre profesión que viví intensamente durante más de cuatro décadas. Ella me dio -estuve pensando- ese manejo instrumental del lenguaje que, si bien no clausura la belleza y la fantasía, terminó por ahogar en tinta perecedera mi gusto por la invención de ficciones.” (“El diario”)
Pocas veces se puede decir de un primer libro que se trata de una obra madura. Y es que, por lo general, los autores van madurando a medida que van editando sus producciones.
El caso de Eduardo es distinto. Él fue madurando literariamente antes de publicar. Cuando sintió que sus facultades, que su pluma, que su estrategia, habían llegado a la sazón, decidió dar a conocer sus relatos, y ello constituye un regalo inapreciable para el espíritu.
No me cabe la menor duda: estamos frente a la primera de un conjunto de obras de extraordinaria calidad debidas a un insólito inventor de ficciones.


Enrique González Rojo

Simulacro

El inicio de mi inclusión paulatina en el espanto de la muerte, la primera noticia de la finitud de las formas, fue esa imagen que no me abandona desde la infancia, hace medio siglo. Una enorme yegua insolada de pelaje rojizo oscuro, boqueando, tendida a todo su largo sobre la vereda de la ochava, a la que daba la ventana del cuarto donde me despertaron de la siesta las voces y los baldazos, el castañetear de los cascos desesperados sobre las baldosas.
Belfos anhelantes, desenfrenada dentadura equina, agua inútil brillando entre las crines bajo el sol vertical del verano porteño, fuelles abriendo y cerrando costillares, afán de los hombres por salvar a la bestia.
La escena atravesó las décadas asomándose por los entresijos de la conciencia como una señal cruda y diáfana, sin énfasis.
Fue preciso que la idea de los finales, del propio fin, encarnara en la región de las certidumbres, para que la tácita interrogación sobre ese acotado destino animal, como el mío, sobre ese episodio que el recuerdo rescató de entre olvidos y memorias familiares, tuviera su ambigua respuesta.
Murió allí la yegua insolada, que unos evocaban blanca y otros overa. Hacía unos meses, me contaron con el tiempo, habían pavimentado las calles de tierra con unas maderitas duras que devolvían el calor. Una causa plausible: la bestia y los hombres que la manejaban no midieron los efectos combinados del trabajo de tiro, el sol calcinante y el reflejo del calor del suelo, arrastrando quizá un carro con frutas o verduras por las calles de Villa Ortúzar.
Pero a aquel niño de dos años y medio en ese enero del 42 la imagen le había dicho otra cosa, algo más de fondo. Que tras las causas está una causa, elusiva, desconcertante, inverosímil.
Se lo siguió diciendo, persuasiva, a través de los años, las geografías, las amistades y las discordias del mundo y de la gente, de un modo discreto y tenaz, como disculpando el exabrupto, fijándolo a aquella ochava como al lugar de su destino, soleado y letal.

Ceremonias

Sin duda en el origen del ambiguo ritual estuvo esa pequeña costura de un ojal de carne sobre la ingle derecha, diminuta cordillera de cicatriz que se iría estirando con los años. (Lo descubrí mucho después, ya lejana la tarde lluviosa que nos mudamos al caserón de Belgrano con muros de 30.) El signo fue esa huella pero el enigma persiste. Porque cada impronta remite a otras lecturas, a nuevas configuraciones, sustratos capaces de callar y decir más de lo que son.
Seguramente hubo anestesia, enfermeras moviéndose en el quirófano, envolviéndome en las suaves toallas de hilo que entonces usaban los hospitales. Contactos experimentados tal vez como primeras caricias no maternas, promesas de plenitud que precedieron al breve corte del bisturí y la posterior sutura. Castigo eventual, quizá, de fantasías informes.
Vivimos rodeados de mitos y rituales. Casi cada día atravesamos agonías, hechizos y resurrecciones. Pero la repetición fascinante de una escena conformada por una serie de actos prefijados, que se presentó de pronto en las postrimerías de mi infancia, sólo pudo obedecer a inciertos núcleos de sentido que buscaba revivir, desentrañar, acaso controlar. Porque algo de aquel ajetreo quirúrgico, grávido de símbolos y vivencias sensoriales, quedó impreso en memorias del inconsciente como un manantial onírico de efecto diferido.
Pudo ser también, entre tantas cosas, el cepo del braguero que me mantuvo sujeta la cintura durante meses para que cerrara la herida. O mi identificación posterior con el cuerpo exánime de Cristo entregado al regazo de María, que me comentaba en casa mi vecina Nené Rondinelli, la hija del zapatero, hojeando con asombro los tomos de “Los Grandes Museos de Europa”: sacro o profano, el mensaje era la cumbre del amor en el martirio, la imagen del dolor vinculando lo humano más allá de géneros o credos.
Es extraño peguntarse cómo un cuerpo resulta aislado de lo real y deja el acaecer de la vida para ingresar a otra dimensión, convertido en campo de pruebas donde el tormento o la ciencia buscan indicios del último secreto y el espíritu cumple su papel de testigo.
Imagino al cirujano como Poncio Pilatos lavándose las manos en alcohol ante una enfermera que le ofrece la toalla blanquísima de lino. Y enseguida el tajo, la incisión de bordes perlados por gotitas rojas, la mano diestra que repara y une, y por fin el zurcido que cierra e inaugura el trayecto de la cicatriz.
Pero ese abandono o condición pasiva del cuerpo, esa inmersión en la nada que lo convierte en ícono de múltiples significaciones, debió grabarse en mí como un glifo a develar. Porque años más tarde, atravesando transiciones y deslumbramientos de la niñez, apareció La Ceremonia, esa misteriosa escena privada, repetida una y otra vez, que me tuvo por único y clandestino protagonista, movido como autómata por algún designio o fuerza superior.
Era desnudarse y despejar la mesa de cuadernos, tinteros y compases, cancelar su historia hasta dejarla también desnuda, inmemorial, en blanco, como la mesa de operaciones donde me sellaron la hernia inguinal; tenderme enseguida de espaldas sobre ella, sentir su frío iniciático y, casi al mismo tiempo, buscar afanosamente las toallas lisas para extenderlas sobre mi cuerpo; simular entonces con brazos y manos los pases mágicos de las oficiantes, en un éxtasis de placer que me desbordaba por completo en sensaciones oceánicas. Semejaba el ensalmo de imantar el aire, de convocar un epitelio virtual ultrasensible que latiera sin contacto y dejara al paso de su oleaje ese brillo final que lame la playa al retirarse la marea. Evocándolo, suspendidos el tiempo y el espacio, tendido en ese limbo, en ese plano intermedio donde la conciencia se hace ensoñación de elusivas sinestesias, veo manchas que surgen para enseguida deshacerse sin construir estructura alguna, sólo poblando el instante. Así vivía la felicidad de no entender nada, de entregar mis coordenadas al azar de la dicha. Convocaba un erotismo a la vez intenso y difuso transformando mis manos en otras etéreas manos bienhechoras a las que me rendía. La excitación desencadenaba el rapto, me hacía actuar como siguiendo un programa, y la escena revelaba áreas desconocidas de mi propia identidad.
Siempre supe, lo recuerdo bien, la carga transgresora de La Ceremonia, su sensualidad desorbitada. Esa exhibición ante mí mismo, o ante quién sabe qué dioses, lo violentaba todo: el ámbito familiar, la mesa de tareas, la luz vespertina que cubría como agua lustral el espacioso cuarto amarillo de altos techos, manchas de humedad y paredes descascaradas. El trance me conmovía igual que los relatos dolientes del Calvario que narraba la Nené al volver de la Iglesia La Redonda. Ella me decía, sin convencerme pero desatando mi imaginación, que todos tenemos un Ángel de la Guarda, que al anochecer nos suelta una arenita en los párpados y vela nuestro sueño. Sostenía que Dios está en todas partes, “hasta en el codo”, y se desconcertaba ante mi pregunta de si sabía que Jesús era judío.
Condición necesaria de La Ceremonia era el aislamiento de mi cuarto. Balcón al jardín del frente con persianas plegables de metal, catre de hierro, mesa de estudio, sillas viejas y, cubriendo los muros, pesados libreros cuyas vitrinas corredizas caían colgando desde rieles al cubrir los estantes, conformaban el austero escenario. Una puerta que daba al dormitorio de mis padres y otra que miraba a la galería de baldosas resquebrajadas, semicubierta por el alero, espiaban ese gran signo de interrogación dormido y oculto en los umbrales de la pubertad.
Al anochecer asomaba, íntima, la luna del jardín lateral, una luna a domicilio. La penumbra de la galería sigue tejiendo en su quietud el misterio de un adentro que es afuera. Cuando las tormentas rebasaban las canaletas la galería cruzada de relámpagos era un útero a la intemperie. Entonces, al escuchar las últimas campanas, rezos silvestres se atropellaban en mí tras una vaga cauda de culpas.
La sórdida cadena de penitencia del catecismo que se arrastraba en las procesiones y sólo embellecían las fábulas pintadas por los renacentistas, era para mí una incursión en el hechizo desafiante de lo irracional. Como cuando veía a la Nené en la calle echándole baldazos de agua a los perros abotonados para separarlos y nos mirábamos interrogantes, ella sonrojándose y yo sin saber por qué.
Con la Nené me visitaba lo que no se puede poner en palabras. Nos sentábamos a hojear las imágenes en el estudio de mi padre bajo un mapa pegado sobre cartón, con banderitas rojas clavadas en alfileres -unas con la svástica, otras con la hoz y el martillo-, que marcaban las vicisitudes de la guerra.
O salíamos a perseguir hormigas en el jardín, que se abría en ele sobre el frente de verjas, con una escuálida palmera ávida de bonanzas tropicales, los malvones, los tacos de reina, el jazmín del cielo y las calas. Hacia el fondo se alineaban la retama, la magnolia rodeada por un banco hexagonal, las higueras a cuya sombra se reunían enjambres de abejas a libar los higos podridos y el cajón de arena donde después de la lluvia mi hermano tallaba torres y paralelepípedos de ciudades imaginarias.
Hizo falta un testigo para cerrar el ciclo. Una tarde (recuerdo más el sobresalto que las imágenes) mi madre se asomó azorada a La Ceremonia, probablemente sin querer. Nadie dijo nunca nada del tema. Desde la irrupción de esa presencia intrusa La Ceremonia no se repitió y pasó a laberintos de olvido que fueron después memoria.
¿Hasta dónde hubo huida de mí mismo, vergüenza, cancelación, perplejidad? ¿Qué clase de eclipse cerró ese otro ojal?
Estamos más lejos de lo que suponemos del niño que fuimos y resulta raro privilegio que un brote del inconsciente sea capaz de burlar tantas esclusas, restituirnos a nuestro origen y abrir ventanas al recuerdo para que el pasado vuelva sobre nosotros.
Tenía con seguridad diez años cuando sobrevino, no menos fundacional, la ceremonia de la razón. Hoy evoco claramente el compromiso de grabarme la cifra como un hito. Asumir esa angustia de afrontar el abismo de la nada desde una irrisoria finitud, sin la red protectora del más allá, sin anestesia ni dolientes fábulas consolatorias, era el lado oscuro, el precio de ese ritual del discurso, hecho de cadenas de pensamientos revisitadas una y otra vez, como sucesivas consagraciones o comuniones ateas.
Durante esos trayectos por galerías interiores el contrapunto de los conceptos cobraba vida propia en tautológicas obstinaciones al atisbar los desfiladeros del escepticismo. El lugar cambiaba con las circunstancias: podía ser tanto mi habitación de siempre, a menudo la cama en los solitarios instantes de ansiedad previos al sueño (acompañados por la charla muriente de las visitas, el rumor de la calle y sordos ruidos de muebles o puertas que se abrían y cerraban), o bien la plaza del mercado, en cuyo suelo cubierto de granito molido me acostaba boca arriba empapado de sudor tras el partido.
Cesaba entonces la fiesta del fútbol, el mágico picar de la pelota, la fantasía del gol. Desde esa posición, registrando en mi dorso el relieve de la grava, mantenía sin desviar la visual directa a las nubes que navegaban el cielo, hasta no ver más que cielo y nubes, concentrado en la sensación sobrecogedora de estar suspendido en el espacio, oscilando entre la idea de ser tangencial al planeta que me sostenía o bien parte indisoluble de él, sintiéndome en ambas instancias una cosa más, una brizna efímera, desasida, flotando en el universo sin límites.
Empuñarme a mí mismo como instrumento al llamar de testigo para recibir semejante iluminación desde el niño que era al adulto que sería más tarde, asistir juntos al advenimiento del logos, era gloria de un orgullo despojado. A partir de entonces el conocimiento fue para mí sólo cosa de seres humanos, travesía ajena por completo a todo halo místico.
Difícil fue después renunciar a las ilusiones de la verdad absoluta y resignarme a la radical ambigüedad de las cosas aceptando los límites del conocimiento: la circunferencia, el diámetro, el deficiente número pi. Entrañarme, mezclar entrañas con el mundo, aceptar mi personal mitología, resultó algo más complejo y entretenido que constatar la incompatibilidad de Dios con la razón.
Hoy puedo ver bajo otra luz aquellas rupturas con la vivencia pueril de la fe y el culto al raciocinio pero guardo con emoción el recuerdo de ese raro sentimiento de lo sagrado al asumir la nada, mi camino hacia la agnosis.
Ahora, ya con la vida hecha, de nuevo en el quirófano, mientras me clavan la anestesia en mi ojo derecho para extraerme el cristalino opaco por un tajo de tres milímetros y sustituirlo con una lente, continúo devanando la madeja de aquellas evocaciones. Me distraigo del corte y las costuras sumergido en un ayer intemporal.
Enhebro, corrijo y acuño las palabras que siempre quise escribir, sabiendo que al terminar la operación habré olvidado su música y no podré reproducirlas, y que será una vez más otro texto laboriosamente no consumado.

Gitano

Al Gitano Ruiz, que jugaba de centrojás y la pisaba

Sentado en las desechadas cajas de cartón del Mercado Viejo, cartones apilados que habían contenido huevos o latas de conserva, miraba al Gitano Ruiz, que bajo el chorro del piletón de los pescaderos, acentuando la carnosidad anhelante de sus labios, imploraba borracho: “Quiero más café.”
La barra se divertía con su módico drama y yo me hundía más y más en los cartones, y les iba dando la forma complementaria de mi cuerpo, la forma de un sillón retacón y cómodo, armado por las capas superpuestas de una especie de hojaldre corrugado.
(Una obra de arte precursora del diseño escandinavo, se diría hoy, si se hubiese conservado en algún museo del mueble efímero.)
La módica tragedia del Gitano cobraba un grave patetismo ante mis azorados ojos infantiles. Los gritos, las risas, las burlas afectuosas de la muchachada, volvían la escena más absurda y escarnecedora, hasta que se fueron convirtiendo en un balbuceo incomprensible, que semejaba la parodia de un idioma inexistente.
Entonces me quedé dormido.
Fue un sueño de cartón. De cartón y mimbre.
Repetía, con el ligero matiz irónico de los sueños, una secuencia única, conocida, cómoda como zapato viejo: la escena de la Celebración del Mimbre.
Era el atardecer y pasaba frente a la puerta de mi casa el recargado carretón del mimbrero, con sus percherones de tiro, el farol a querosén bailando abajo y un infaltable perrito seguidor. El barrio se llenaba de una solar luz vegetal. Las canastas y canastones, las sillas y mecedoras, las mesas oblongas que se retorcían e interpenetraban en incesantes curvas, mantenían en tenue balanceo su increíble equilibrio, como si llevaran a conciencia, delicada y muellemente, la pausada tardanza de los artesanos.
El carretón pasaba una y otra vez en cámara lenta, interminable. Yo lo veía pasar, sentado en el umbral de mi caserón de higueras y magnolias, como décadas después al buque de Fellini.

Se hizo noche y me anduvieron buscando. Cuando volví a mi casa el alivio era bronca, amor, silencio.

Adolesciendo

Éramos jóvenes y nos seducía la desdicha
Jorge Luis Borges


Un día cualquiera, uno de esos días adicionales en que se recorre el pasado y se supone el porvenir, cuando nuestra anterior vida lógica se transforma repentinamente en momentos de un lúcido y monstruoso auge del pensamiento, nosotros vemos que nos faltan deseos.
Intentamos entonces frágiles e inoperantes defensas contra el escepticismo que nos invade, regular e inflexible, como una inundación, o como una lenta enfermedad cuyo curso conocemos y nos es imposible detener. Tratamos de apasionarnos, pero es inútil, porque el fervor nos abandona y la razón es una llaga abierta que nos obliga a buscar un alivio que no existe y que cuando venga, si llega, lo hará solo.
Y es entonces que prolongamos nuestras horas sin fe, suicidas de alegría triste y angustia ingenua, con la secreta esperanza de ser engañados y la desmoralizadora certeza de nuestra invulnerabilidad, nosotros, que sin creer en nada, en realidad creemos en todo.
En esos días inhumanos, negativos, en esos días en que las noches nos encuentran tristes y heridos, acosados de cultura, con la respiración del alma fatigada y la mirada sucia de ver tantas imágenes y buscarles su inexistente sentido, ocurre lo de siempre. La razón se destruye a sí misma, y sobrevienen las contradicciones. Esto no es evitable.
Todos somos iguales, yo y mis amigos, y es un tema analizado. Integra "la problemática contemporánea".
A veces, en noches de hastío terribles, nos destrozamos mutuamente en amargas conversaciones tortuosas.
Las cosas suceden más o menos fuera de nuestro control. Yo me controlo bastante, sin embargo, y eso me permite ciertas ingenuas decisiones de orden secundario, aunque supongo que lo sustancial lo hacemos, pero no lo decimos.
Me doy cuenta que estoy por llegar a una contradicción, porque todas las afirmaciones se incluyen a sí mismas. Y ahí está el problema. Si no supiera todo lo que iba a suceder me hubiese preguntado si el pensamiento de que actuamos pero no elegimos me pertenece a mí, o depende de poderes que escapan a mi control, y así sucesivamente.
Sartre dice que la vida comienza más allá de la desesperación, pero más allá de la desesperación no comienza nada. Sólo una estéril e incrédula sucesión de ensayos, triste y afanosa, sin sentido.
Un amigo me preguntó un día qué inconveniente había en no buscarle significado a las cosas. "Lo que te pasa -me dijo- es que tenés nostalgia de sentido. Es algo histórico. Antes todo debía tener sentido. Ahora sólo queda una cierta nostalgia." Yo le dije que lo que él estaba haciendo era buscarle un sentido, aunque fuera histórico, como hecho que sucede en orden al proceso de las transformaciones de la cultura, a lo que llamaba no intentar el significado de las cosas. Me dijo que él tampoco creía en la validez de sus argumentos.
Entre nosotros solemos hacer estas experiencias. Los resultados son parecidos.
Dije que las cosas suceden más o menos fuera de nuestro control. Un día nos tienta una paradoja, un tanto desafiante e irónica, y nos acercamos a ella indefensos, y como todavía nada nos apremia, no hay motivo para que nos interese, hasta que todo se hace más dramático y decisivo. Entonces ya no es posible volver atrás. La huida debe ser hacia adelante, pero no hay adelante.
En una película de Ingmar Bergman un profesor le pregunta a cierto alumno: "¿Por qué no se suicidó?" Y éste le responde que tiene miedo. "Todavía le queda una solución -le dice el profesor-, tal vez la menos dramática. Aún le asiste a usted un derecho. Conocerse a sí mismo." El muchacho lo mira, mientras el profesor se dirige a dictar su clase, y lo detiene para preguntarle qué lámina necesita. "La número 52", es la respuesta. Son muchas las que están colgadas en el gabinete. Llenan enteramente la pantalla. Y la película finaliza mientras el estudiante va apartando una y otra con la cabeza inclinada para observar la numeración.
Lo que dijo el profesor es que conocerse a sí mismo quizá sea la solución menos dramática, pero no se trata de mayor o menor dramatismo. No hay cuestión de grados. Hay una cuestión de existencia. Y, por otra parte, la lámina 52 tampoco aparece, ni representa mucho.
Mientras tanto todo ocurre sin muchas variaciones. Se tiene cierta sensación de provisoriedad, de realizar sólo actos circunstanciales, demasiado rectificables.
Y se suceden sin cesar, con infalible monotonía, las distintas versiones multifacéticas de esa angustia vana y decadente. De ese sentimiento irremisible, poco discriminado, que se va convirtiendo con el tiempo en una amarga costumbre del alma.
Siempre es un alivio intentar expresarlo, darle forma, tratar de pulirlo. Presenta ciertos problemas estéticos. Es una manera de distraerse.
Pero acabo de darme cuenta y no sé que consecuencia tendrá esto.


Resistencia, Territorio del Chaco, República Argentina, 1958.

Diásporas

(El librero Santiago Fischbein) era más bien obeso; recuerdo menos sus facciones que nuestros largos diálogos. Firme y tranquilo, solía condenar el sionismo, que haría del judío un hombre común, atado, como todos los otros, a una sola tradición y un solo país, sin las complejidades y discordias que ahora lo enriquecen.
Jorge Luis Borges


Desde siempre, signada por un destino que sólo dolorosamente descubrí después aleatorio, resulté extranjera en un mundo ajeno y hostil. Me recluía en la puertapersiana del patio, refugiada en mi pequeño ámbito, familiar y protector, confirmando en las breves distancias de sus hojas articuladas los resguardos de mi soledad. Ni asomaba mi mirada por las celosías, para no ampliar ese reducto a veces triangular, otras trapezoidal, ese íntimo territorio de geometría variable que me amparaba del cuéntenic, de mi historia, de lo que luego supe que era Europa, la guerra. Me hacía diminuta en ese rincón del patio como si no existiera, como reduciéndome a un mínimo perdonable de existencia. Y mis cuatro, cinco, seis años desguarnecidos, remontaban un horizonte de hornos crematorios, bombardeos y arreos humanos por los pueblos y campos de Polonia.
El calorcito de las paredes en la media mañana invernal me arrebujaba bajo el sol mortecino mientras Daniel narraba incesante, con derroche de diálogos y detalles, las últimas novedades recogidas de puerta en puerta, desde Villa Crespo hasta el Once, hasta ese conventillo alineado de corredores donde mi padre cosía montañas de bolsas y carteras.
Y eran -entre las ruinas de la catástrofe- el mantel de hilo para la mesa de la sala o el juego de té para el casamiento de la hija de la paisana, o las mil chucherías brillantes e inútiles que justificaban ese sórdido mester de pregonero, mezclados en su prosaísmo a los relatos entrecortados de sitio y muerte. Retazos de últimos momentos de existencias acosadas, jirones de humanidad deshecha, cascadas de tenues (cada vez más tenues) posibilidades de supervivencia, lacerantes certidumbres, mezquindad gradual de parentescos y amistades afluentes y subafluentes, restos de un pueblo caudaloso en trance tribal de aniquilamiento.

Que a la sobrina de Samuel la vieron por última vez en la estación de ferrocarril (sola, con un bulto de ropa)...que Martín, el hijo mayor de los Cohen, se lo llevaron en un camión repleto de muchachos...que al viejo Aarón parece que se lo hubiera tragado la tierra, porque nada se sabe de él desde hace un año...

Una letanía de tragedias enhebrada en las mañanas soleadas de los barrios judíos de Buenos Aires, un coro de lamentaciones infinito rebrotando junto al Río de la Plata en mis grandes ojos hambrientos de luz, en mis escuálidos bracitos, el torrente dramático de la diáspora inmemorial repitiéndose en mi esqueleto nervioso y destetado, golpe tras golpe llegado de ultramares y de ultrasiglos a mi pequeño triángulo, a mi entrañable trapezoide en un rincón del patio, caldeado por el hornito de los muros descascarados.

Y la sábana bordada, la frutera de peltre, las joyas de pacotilla, todo a pagar en cuotas, ya se puede empezar a usar, o si no para el regalo del domingo...

En la orgía de colores y texturas del lisérgico la música concreta irrumpía, durante aquel episodio regresivo de mi alumbramiento, como los bombardeos de saturación de la Luftwaffe. Nacer en el 39 en una familia de judíos polacos, emigrantes de los pogroms y la miseria campesina centroeuropea, ser "rusa" para el ingenuo antisemitismo porteño de las escuelas y los barrios, "criolla" en mi casa judía, pobre en una colectividad próspera, fue mi condición. Nacer, afirmar la vida, cuando borraban del mapa nuestra aldea de panaderos y marroquineros.
Después vino Alberto, el orgullo masculino de ese clan apegado al atraso rural. Y la promesa impuesta, la maldición, de protegerlo. Fue en una antigua escuela pétrea, de guardapolvos blancos, híbrido de cárcel y templo, con el carro agujereado del mate cocido y el pan, entre el bullicio del patio de recreo y el conversado cortejo del joven maestro de quinto con la veterana de tercer grado.
Los sucesos de aquellos días se confunden y superponen como en un aquelarre. Albertito caído junto a los escalones del mástil, frente al portón principal, en el patio de los más chicos. Y yo, su hermana protectora, sin saber qué hacer. El traslado a casa con la ambulancia, la meningitis, la muerte, esa increíble, instalándose en mis entrañas para siempre. Días, horas, no sé. Mis padres no quisieron la autopsia y nunca supe si fue del golpe o de poliomielitis.
En torno a la fosa abierta, con toda la familia y los paisanos alrededor, en esos entierros judíos tan dolorosos y desgarradores, de corporalidad sufriente, mi madre, Bertha Guber, nacida y criada en la aldea polaca de Zyulkievka, literalmente borrada de la faz de la tierra por los nazis, mimetizó los gestos rituales del aniquilamiento y lanzó su anatema sobre mí. En su yidish aldeano me hizo públicamente responsable, deseó una sustitución de muertes que su ataque tornó simbólico, maldijo la maldición de mi promesa impuesta, el día para mí también aciago en que nací. Mi hermano Simón, rápidamente aporteñado en los billares del bar El Cóndor, de Corrientes y Medrano, me llevó lejos de ese inconcebible hoyo de mi vida.
Los meses que siguieron busqué a Albertito por las calles de mi barrio, como si la muerte fuera un hecho provisorio, reversible, hasta que me asombraron los ojos azorados de mis vecinos cuando les preguntaba si había pasado por ahí.
Escenas sueltas emergen de aquellos años. Mi convalecencia en La Serranita, junto al río Aní-Sacate, con mi hermana Rebeca, las cartas de mi maestra Leticia con los deberes para que no perdiera el año, cuando tuvieron que llevarme a ese pueblito cordobés. Luego, una tarde, en el taller de repujado donde trabajaba mi hermano, él alzándome sobre la mesa cubierta de pieles e instrumentos para que yo cantara un tango reo entre los aplausos de la muchachada. Mi hermano saliendo de un salto de la casa para unirse a una gran muchedumbre que atravesaba la ciudad como un enorme río humano, como esas crecientes del Aní-Sacate que arrastraban a su paso árboles, vacas muertas y carretas. Simón saltando como un resorte y hundiéndose en aquella multitud, arrancándose a la voz de mi madre que gritaba: ”¡Guei nisht! ¡Zei ken dir tsezetsn dem kop!” (“¡No vayas! ¡Te pueden reventar la cabeza!”). El campamento sionista, donde nos enseñaban a librar una guerra abstracta, arrastrándonos por la maleza bajo los focos amenazantes, entre los árboles, cazando rivales desconocidos (preparándonos para hacer con los palestinos lo que los alemanes hicieron con nosotros). La secundaria y los deportes en la Quinta de Olivos: caballos, esgrima, básket. El trabajo precoz en un despacho de abogado, las fiestas, los grupos juveniles. Narciso besándome en las escalinatas griegas de la Facultad de Derecho, a la salida del concierto. Mis hijos de padre goi, un padre casi adolescente, flaco y tierno.
Cuando el ejército nos cercaba, casa por casa, puntual y selectivamente, cuando cada vez que se escuchaba el ascensor parecía el final fatalmente esperado, y la rutina cotidiana los pasos últimos de un condenado (Argentina accedía a sus propias masacres e iniquidades, a sus escarmientos y sus humillaciones colectivas), los náufragos nos perdimos por todos los rumbos, desde Brasil hasta Canadá, desde Suecia hasta Australia, desde Inglaterra hasta México. Como en los mediodías de infancia en la judería porteña, nos seguía un cortejo espectral y fragmentos de renovados acosos. Amigos, compañeros entrañables, gente solidaria de todas las razas, edades, religiones y oficios, perseguidos como ratas por los laberintos urbanos y los pueblos apartados de provincia. De vez en cuando también llegaban las historias rotas de sus vidas devastadas, de familias enteras desaparecidas, de los cuerpos flotando en las costas, tirados en las zanjas, bajo los puentes.
Me dicen mis amigos que no voy a ser nunca mexicana, aunque me desviva bailando el jarabe tapatío y me haya recibido de antropóloga, aunque me desespere en adaptar mi habla y mis costumbres en mi sed de raigambre insaciable, más allá de toda realidad. Cuando me interno en la tierra colorada de la huasteca potosina al rescate de su variante maya, entre montañas y selvas misteriosas, pueblos enigmáticos me rodean en su silencio y sencillez. Ellos me dicen que soy su semejante. Afirman (contra Heráclito) que las aguas del Coy, su río cubierto por el abrazo verde de los árboles, me estuvieron esperando allí desde siempre. Ellos no se van a ir de sus raíces. Me quieren y me aceptan como a una judía errante.

Rehúses

Cierre y comienzo de viaje fue la incógnita de esa antesala bifronte que mi madre despejó una tarde indecisa -cual Jano, deidad de Roma, sus dos caras deteniendo pasado y futuro- al irse del consultorio antes de tiempo con su tardío embarazo a cuestas.
Así solemos nacer, de carambola.
Si la historia no hubiese sido narrada por ella en cuanta ocasión creyera estar a solas con sus amigas yo seguiría soñándome fruto del espermatozoide de oro. Bastó oírla en confusa perplejidad para que atrios, vestíbulos, zaguanes, esos lugares de colindancia con el suceso, esperas de ritual frustrado, se convirtieran en una de las formas de mi tiempo. Estar en los bordes, asomarse, anticipar la temperatura del futuro, interceptarlo con su abrupta cancelación.
¿Por qué acercarse al umbral de lo que no será? Un boleto no es un viaje ni una llave un acceso mientras no rehusemos la emoción de pervertir la cadena causal con un simulacro o amago. Cruzar el planeta no es más travesía que el periplo interior de adivinar la escena del juicio final en un crepúsculo rioplatense.
Así fue durante aquel regreso a Buenos Aires en el cementerio de jerarcas de Moscú, frente a la abandonada tumba de Stalin, que miré a distancia con vago horror sagrado, sin la ofrenda floral prometida a la devoción de mi padre, y en París, ante el pulcro palier de mis parientes lejanos en la rue d’Argenteuil, que simulé visitar pero no quise ver.
El conato establece un dominio, una eternizada superioridad. Es el imperio del acto fallido, el salón de pasos perdidos donde transitamos nuestras reflexiones.
La dictadura argentina me había orillado a ir a Cuba por un laberíntico trayecto cuya primera escala fue Monrovia, en la costa africana: 30 grados a las tres de la madrugada. Después a Zurich, con sus legiones de prostitutas inundando las calles céntricas a las diez en punto de la noche, y más tarde el trasbordo a la aerolínea checa, vía Viena hacia Praga. Allí el Moldava, la ribera difuminada en ondas, la plaza de Wenceslao (¿adónde irá una estatua ecuestre?), los manzanos y las muchachas en flor, el puente de Carlos. Y más tarde las escalas en Reikiavik y Quebec hasta llegar a la isla de la gran promesa, esperanza en acto: su meta no era más luminosa que el trayecto.
Volver fue el desafío de otra espera igualmente laberíntica. Evoco de aquel retorno el tren de Praga a Moscú, los interminables bosques de abedules blanquecinos, autos como en cámara lenta y barrenderas en anchas avenidas orladas de nieve, la fastuosa habitación del Ucraynia con piano de cola y sobrecama de seda, la Rusia intemporal sostenida por el bajo continuo de Fedor Chaliapin. Y al llegar a Francia el cuerpo exánime del Che cubriendo la primera plana del Paris Soir, el gesto ampuloso de los conserjes: "¡Complet, monsieur, complet: le Salon de l'Auto, monsieur!", y la madrugada deambulando con el fotógrafo panameño por los alrededores del Louvre, entre los bultos de estudiantes dormidos sobre los bancos. El encuentro casual con Sofía en una sucursal de correos, nuestra “visita guiada” al antiguo París de las revoluciones, sin preguntas su maduro silencio solidario.
Al arribo Montevideo mostraba su rostro amable y confianzudo de entrecasa mientras al otro lado del Mar Dulce tallaba la muerte. El viaje en ómnibus hasta Colonia nos restituía aromas y ritmos rurales de antaño, evocaba paseos en sulky con mi abuela Delfina por caminos de tierra cubiertos bajo las copas de las arboledas en la isla de Martín García. Cruzar el estuario del Plata en lancha oyendo de nuevo el acento golpeado de mi ciudad me causaba una sensación de falsa familiaridad.
Ya no había otra mejilla que ofrecer. Aun no comenzaba la guerra pero todo eran preparativos y aprestos para lo inevitable. Como en la tragedia griega, los protagonistas cumplían puntualmente su rol prestablecido, casi como conociendo los futuros desarrollos, movidos por una especie de fatalidad.
Ante la cercanía de un acontecimiento tendemos a dilatar el ceremonial, como si el hecho mismo, ese núcleo del devenir, fuera en verdad irrelevante. La realidad es la sala de espera de la utopía; la existencia, antesala de lo que no sabemos. Vivir es fragmentar una expectativa, seccionar la inminencia hasta dejar desnudo el átomo de tiempo que acorrala a la muerte.
En todo eso pensaba para distraer la tensa espera mientras me abrían maletas y papeles en la oficina migratoria del puerto de Buenos Aires.

Alcira

Era fea pero flameaba la llamarada de su cabellera pelirroja, hirsuta, suelta o abigarrada de horquillas. Se acercó a mi mesa en la redacción, tímida, para hablar de no se qué nota, y recordé un ansia pelirroja naufragada en la biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras.
Vestía insólita Alcira. Medias blancas tres cuartos de colegiala y una expresión en el rostro como de asco placentero, si es posible algo semejante. Pero una confianza de aplomo íntegro envolvía su entorno y era como haberla conocido.
En la plaza San Martín, una tarde fuera del tiempo o robada al tiempo pautado de las obligaciones, sentí su piel y su aroma dulzón, insoportable en cualquier otro contexto e incorporado lentamente a mi mundo de lo femenino a lo largo de esos años cabales de amistad y amor.
Ella era triste y cordial como una auténtica argentina y recorrimos juntos, como si fuera la primera vez, los trayectos de nuestra repensada vida, eludiendo los escollos y los abismos mutuamente respetados. Nos veíamos en la redacción y en unos oscuros depósitos de libros de la editorial donde ella trabajaba por las mañanas. Había en nuestros encuentros una comunión que disolvía las circunstancias, los accidentes de nuestra existencia. El diálogo y los abrazos discurrían por los caminos de un ensueño concreto, más real que el mundo, trascendente de una sabiduría nueva pero reencontrada.
Me contaba de Rosario, de su amigo poeta y periodista, un idealizado Romeo hacia el que habían tendido incuestionablemente sus anhelos de aquellos años, de sus comienzos en la bohemia de un diario provinciano. Narró, minuciosa, el lento suicidio de un amigo alcohólico y edípico que ahora también vivía en Buenos Aires, con la misma magnanimidad con que su mujer intentaba apuntalarlo, lacerante y piadosa, hundida en la catástrofe de su amor.
Las horas eran todas buenas en aquellos tiempos y nos vieron mañanas, tardes y noches, confundidos en la vorágine de una cama, gozando nuestra inédita complicidad entre amigos, escuchando música en su pieza. Yo la veía joven e íntegra, tan mujer, tan sola en el Buenos Aires crispado y tenso de comienzos de la guerra, que ella crecía en medio de los edificios y la rutina, solemne y humilde, como un ídolo civil.
Leíamos horas un libro de Prévert que me había regalado, ella espectando mi descubrimiento de una poesía alzada y popular, también reelaborando ella su propia adhesión en el énfasis de otra lectura. Compartimos la soledad de la soltería y del matrimonio, la modesta repugnancia hacia el éxito, el cotidiano latir de dos vidas.
Mi amigo Daniel no se parecía a mí cuando se enamoró de Alcira. Como éramos compañeros del sindicato, y él se obstinaba en ser un joven discreto y reverente, me preguntó sobre ella como si me solicitara cierta aquiescencia, también discreta. Nos habíamos alejado sin darnos cuenta, ya no nos veíamos tan seguido, aunque para mí Alcira había penetrado definitivamente en el ámbito de lo que jamás me dejará. Le dije a Daniel que sí, en el lenguaje tácito de los elogios sin cálculo, salidos de las entrañas como los insultos y las lamentaciones, y después me enteré, con una tenue y vaga tristeza del alma, de mi inevitable sustitución.
La vi hermosa con él, dinámico y pragmático, un marxista positivo de los que ahogan la utopía. Pero ella había cambiado sorprendentemente a un África-look pelirrojo, inesperado, y yo la elogié con imprudencia, sin que él supiera mi riguroso respeto por los límites y hasta mi agradecimiento por lo que pudiera caberle en la transformación.
Meses más tarde el cerco se hizo mortal. Huíamos como ratas acorraladas en medio de la masacre y los perdí de vista. Visitarlos hubiese sido contaminarlos con nuestro destino, asumido en la tempestad de la derrota. Después un intercambio de cartas México-Buenos Aires, meramente informativo, sin el calor de lo nuestro, y varias cartas mías sin respuesta, perdidas en la incertidumbre de una mudanza, del terror represivo, tal vez de una sórdida reyerta conyugal.

La fuga

Piernas de algodón se estiran interminablemente sin hallar resistencia en el suelo. El cuerpo se expande y contorsiona pegado al piso en un gesto de intento, pero no avanza nada o casi nada: es el simulacro de una carrera falsa hacia cierta ambigüa y oscura salvación. Este correr en el mismo sitio, inmóvil, se devela renovado una y otra vez con un vago sentimiento de horror, como en un fragmento de película que se interrumpe y vuelve siempre a recomenzar. Suspendido el instante en un vértigo tenaz, la escena, a un tiempo fija y cíclica, transcurre en silencio. El péndulo se mueve pero no logra alcanzar su punto de retorno. Alguien (no lo sabemos, lo intuimos) nos persigue. Es el vasto jardín de mi casona de infancia, con su pasto desparejo, la higuera y la magnolia. Un aura crepuscular vela los detalles. La persecución es infinita. Siempre estuvo ahí. No empezó nunca ni acabará jamás. Y el esfuerzo vano estira los cuerpos y el tiempo como una condenada plastilina inútil.

Digresión

¿Quién hubiera dicho que Amparo tomaría el atajo de los recuerdos? Entre la amistad y el amor, la calidez de nuestra cita admitía cierta ambivalencia. El lugar inhóspito, de paso, hecho para el ajetreo y la pausa bulliciosa en horas de trabajo, era un desafío. Pero aunque el ambiente se había venido preparando desde hacía tiempo ninguno de los dos pudo prever el abismo que abriría en torno nuestro la barbarie de los tiempos. Y sin embargo, tras algunas vacilaciones y rodeos, como si nada extraordinario estuviera ocurriendo en ese instante, o como si hubiese hallado el tenue exorcismo necesario, Amparo entró de lleno en su relato:

-Aunque la traté desde siempre, yo conocí en realidad a mi tía abuela Dorotea Zorrilla, de Guanajuato, leyendo su diario personal. Ahí detalla hasta la minucia seis décadas de resistencia al matrimonio y otros diversos tedios familiares. Fue una mujer ásperamente independiente, obligada a una austeridad afectiva que le agrió el carácter. La recordaba intolerante y odiosa cuando en mi adolescencia me llegó su invitación a visitarla porque, según me adelantaron, quería dejarme su legado espiritual. Y allá fuimos desde Morelia, donde nos habíamos instalado con el clan materno cuando murió mi padre. La herencia eran esos cuatro tomos de recuerdos y reflexiones cuidadosamente encuadernados en piel. Me los dio sin ceremonia ni solemnidad, como entregando el alma.

La evocación de Amparo había creado un remanso de nostalgia en esa mesa de La Veiga que daba al infierno de Insurgentes a la hora del estrés. Acababa de estallar la guerra del Golfo y comencé dándole la noticia que había escuchado en el taxi. Entonces nos dijimos algunos silencios y perplejidades -porque lo que sucedía en el otro extremo del planeta nos desbordaba- hasta que no sé cómo Dorotea salió al quite. Tuvo que ver con la película El ladrón de Bagdad, donde un hombre se transformaba en perro bajo el encantamiento de un hechicero, y estaba hablando cuando las palabras se le convertían en ladridos, y doña Dorotea comentó que así era en la realidad, sin trucos ni brujerías, que sobraban las ocasiones en que los hombres comenzaban hablando y terminaban ladrando. Ahí enganchó Amparo el tren de su memoria y siguió:

-Acabé devorándome esas páginas, donde desfilaban generaciones y vertientes de historia viva. Lo primero que me atrajo fue una larga lista de razones por las que jamás se casaría. Databa de sus dieciocho años. No retengo cada apartado pero sí que todos apuntalaban la defensa de un territorio por crear: el de una soltería feliz. Quizá también, aunque no es seguro, el de una homosexualidad impuesta y a la vez reprimida por el entorno provinciano. Una de las cláusulas aduce que un par de individuos capaz de tolerar la simbiosis conyugal no merece la felicidad. Sobre el dilema de la pareja abierta opina que fue superado por la práctica. No condena la infidelidad sino lo que llama "sincericidio", al que define como un harakiri de a dos donde la sinceridad es instrumento y víctima. Hay alguna referencia al deterioro que se cobra el ejercicio del poder y al privilegio de quienes luchan contra él. Aunque para hacerlo -explica- deban contaminarse con un razonable acopio de esa lacra, nunca tan provisoria ni reversible como se imagina. Lo cierto es que los hombres son en esos textos secundarios, y se los trata con el cuidado y la distancia con que se puede manipular a un insecto desconocido.

Mientras Amparo hablaba yo permanecía en otra frecuencia. No es que, a mi edad, una invasión norteamericana me quitara el sueño. Tampoco que el ataque a Irak fuese algo inesperado, con poca publicidad previa. La consternación, el escándalo, eran cualitativos, y apenas me dejaban seguir la historia de Dorotea. Tal vez fuera ese aparente consenso que rodeaba a la masacre. Aunque inducido y hasta simulado por los medios masivos, era obsceno, y tenía pese a todo un efecto aplastante. Una pantalla de televisión mostraba cómo una bomba inteligentísima se metía por la boca de una chimenea. Pasó, como una ironía, la niña que reparte flores. Iba a proponerle a Amparo que lloráramos juntos cuando tuve en cuenta la advertencia de mi amiga Susana, según la cual no hay pareja que sobreviva a un llanto compartido. Así que me dispuse a acompañarla en su incursión por el pasado. El lugar hostil, el ruido de la calle y de las conversaciones, el chasquido de vasos, platos y botellas, no ayudaban. Pero Amparo continuó:

-Los hombres no la movieron a Dorotea. Si hay dos o tres que logran ganar los sobresaltos de su sangre, resultan rápidamente neutralizados mediante pulcras estrategias de distanciamiento. Con las mujeres, en cambio, es distinto. Sin que ocurra nada espectacular ni muy comprometedor, lo femenino fluye por cauces de ternura y afecto. Ellas son las verdaderas semejantes, las que pueden robarle espacios de humanidad solidaria al mundo árido de los hombres. Y hay una escena inquietante, narrada con toda la ambigüedad de una buena literatura: cuando, tras un recital en el Teatro Juárez, Gabriela Mistral estuvo un rato charlando con ella y le retuvo largamente las manos entre las suyas. Dorotea no era mujer de dejarse tocar con facilidad por el azar, pero allí descubrió, dice en el diario, "su hambre de un igual", y hubiese deseado poseer crines, y alas, y cola, y otras partes acariciables del cuerpo, para que ese divino instante no tuviera límites. No fue poco para alguien tan escasamente proclive a lo emotivo.

A esa altura del monólogo nos estábamos quedando casi solos. El ruido de la avenida se iba apaciguando y empezaba a apretar el frío. Un voceador de Ovaciones informaba: ¡Arrasan Bagdad, los cabrones! ¡Nomás porque tienen más pistolas!

Adueñada de todo el espacio del encuentro, Amparo prosiguió:

-¿Qué podía ser sino cristera una hija de ex hacendados del Bajío a fines de los veintes? Para ella la santidad del padre Pro no era materia de discusión ni dependía de conjeturales gestiones burocráticas en el Vaticano. Y sin embargo, por esas paradojas que se dan entre lo público y lo privado, en lo personal era más librepensadora que muchas mujeres que participaron en la revolución o que profesaban ideas avanzadas. Desde que decidió que se iba a dedicar a sí misma por sobre todas las cosas la lectura fue su ordenada obsesión. Iba a la biblioteca de los jesuitas, junto al templo del siglo dieciocho, donde desayunaba con los filósofos de la antigüedad griega y merendaba con los novelistas del romanticismo. Después emprendió un viaje por las disciplinas exactas y naturales. Durante algún tiempo le dio por estudiar física y me explicaba las diversas manifestaciones de la electricidad, para finalmente corregir: "Eso es lo que dice la ciencia, pero si tú quieres saber qué es la electricidad, qué es en sí, de eso la ciencia no dice nada."

-Una existencia severa, casi monacal...- intervine, para sentir menos incómoda mi pasividad de oyente.
-Quién sabe. Se me hace que en sus lecturas Dorotea desplegaba una rica sensualidad, una especie de festín del conocimiento y del goce estético. Digamos que no le faltaba qué sublimar. De cuántas vidas y vicisitudes, asombros y reflexiones, no estaría cargado su espíritu cuando la trastornó ese primo segundo llegado de Europa, pintor y esotérico ("un loco de atar", según mi tío Abundio), que la tuvo una semana desnuda frente a su caballete, acariciándola sólo con la mirada y el pincel, casi sin dirigirle la palabra. Ahí pasó algo que el diario omite pero se intuye por su gravitación en los hechos posteriores. Consumado o no, el sexo se hizo presente sin pedir permiso y la respuesta de Dorotea, o el resultado de esa previsible confusión, fue un rechazo inmisericorde y atroz. Pierre, como se hacía llamar ese diletante, no aparece más en el segundo tomo y apenas vuelve, pero bajo una imagen esperpéntica, al final del tercero. Había resuelto no asearse más, la barba y el pelo le daban un aspecto cavernario y, por último, cuando la mugre de la ropa se volvió insoportable, optó por quemarla en el baño y se paseaba en cueros a través de la enorme habitación donde se recluyó por propia voluntad. Entonces las familias no se desentendían con tanta impavidez de sus locos y marginales, de modo que el fenómeno terminó siendo parte del folklore local. La gente que pasaba ante esa casa de altos por el Callejón de la Gritería no dejaba de lanzar una mirada hacia el balcón donde esporádicamente podían atisbarse fugaces exhibiciones. Pierre no hablaba a su pueblo. Sólo gesticulaba con lenta sobriedad, como diciendo algo que las palabras jamás podrán expresar.
-¿Y ahí se corta la historia?
-Ésa historia, porque las hay por decenas, unas más insólitas que las otras. Dorotea y Pierre no se vieron más. Él murió desorientado, sin tantear sus coordenadas, tan perdido quizá como nosotros. Sus telas, incluso el fatídico desnudo, quedaron arrumbadas en un olvidado sótano de la Calzada San Marcos y se las tragó una demolición. Dicen que ejercía un realismo desolado.

Se hizo un vacío espeso. Entonces Amparo añadió:

-El último tramo del diario de Dorotea es un lúcido y despojado trayecto hacia la aceptación de la muerte. Envejeció como había vivido, sin hacerle mucho caso a la gradual decrepitud, descreyendo de las contingencias de la materia. No le importaba su cuerpo, donde se habían simulado tantas batallas inútiles. Lo que la anonadaba era el cese de los sueños que urdieron su vida. Más aún, la certeza de que esa clausura sería seguida por otras, hasta la total extinción de los ámbitos que le fueron entrañables. Temía a la nada, pero lo disimulaba diciendo: "Soy una anciana que se extingue despacio y eso no tiene nada de extraordinario." Al revés de lo que suele suceder, su fe se fue apagando con los años y concluyó diluyéndose en un resignado agnosticismo. Ya postrada, pronunció, como confiándome un secreto: "Me tiene intrigada la supervivencia de las religiones." En las páginas finales se insinúa una voz más profunda, como la de un viento de grave melodía. Las circunstancias se diluyen y prevalecen los grandes trazos, frases simples y densas, depuradas por la decantación de la edad. En un pasaje cita: "La virginidad no se pierde, se gana." Y algo curioso. Yo, que sin duda fui, aunque oscuramente, una persona importante en su vida, no aparezco para nada en esos textos.

Amparo se soltó la cabellera y con el rostro iluminado por una sonrisa cómplice observó: Pero mira dónde nos llevó la evocación. Había caído la noche. Bagdad amanecía bajo las bombas.

L'orologio

Aunque haya ocurrido quizá en unos pocos segundos de una única noche desasosegada, ignoro si lo que narro son los fragmentos -aparentemente sin ilación- rescatados por la vigilia del hondo universo de un sueño, o los sueños sucesivos de esa noche inquietante.
Su reconstrucción, entorpecida y alterada por la exactitud de las palabras (esas formas coaguladas del pensamiento), fue lenta y gradual.
Al principio éramos dos conversando mientras caminábamos. Llovía sobre la avenida oscura, húmeda de luces como manchas de acuarela difuminadas en los charcos.
Un indiferenciado rumor urbano se parecía al silencio. El asfalto espejeante insinuaba hembras, pizzas, shows y ambulancias.
Esta vez iba con Carlos, el historiador rosarino. Cruzábamos entre los vehículos y el ajetreo de la Gran Metrópoli del Sur cuando sentenció con su voz eufónica de bajo ruso:
-Los radicales fueron los peronistas de la primera parte del siglo. Los nacionales y populares del país inmigrante. Como otros, malograron las ilusiones para terminar repartiéndose migajas.
Mientras él modulaba su melopea discursiva, que se iba convirtiendo en música de fondo, ingresando en territorio perdido, sobre las amplias entradas en arco de un antiguo edificio neoclásico de piedra gris brillaron las letras de neón: Amenábar Center. No era el nombre distorsionado de Abenamar, el moro de la morería de los viejos versos castellanos, sino el del cura santafesino del Congreso Constituyente del 53, que bautizó la calle del barrio de Belgrano donde me crié.
Del vasto sótano salió una camioneta transparente, hecha de cristal, en cuyo interior resplandecían, iluminados por una luz que surgía de sus entrañas, toda clase de artefactos para el hogar.
Había aspiradoras, equipos de sonido, teléfonos celulares, pequeños aparatos de televisión, hornos de microondas, computadoras, artefactos humectantes del ambiente, bicicletas fijas, cepillos de dientes eléctricos, secadores de pelo, todo sobrealumbrado por potentes spots invisibles, como si fueran la muestra ambulante de la abundancia y la felicidad, la esperada carroza del Imperio del Confort.
Entramos por los sombríos corredores de altos cielorrasos, sin ventanas, donde hombres indistintos, consagrados a la displicencia, arreglaban o jugaban entre los mecanismos de relojes de bolsillo iguales a los que usaban nuestros bisabuelos.
Era una labor silenciosa y al parecer amena, y algo sugería que no la hostigaba un propósito definido de reparación ni plazo alguno.
Permanecimos en silencio, viendo cómo se demoraban en eternidad las arduas fases del devenir. Las manos de los relojeros se entretenían ensayando sus milimétricas operaciones, tocando aquí y allá un resorte, la cuerda o un perno, para observar después los efectos, más con curiosidad lúdica que con mirada técnica.
En eso entró un personaje ignoto (no lo vimos, lo intuimos), que puso un alerta de pavor en los imprecisos recintos. Entonces yo le alcancé mi anodino reloj de pila al artesano que tenía más cerca.
Lo observó detenida, amorosamente, como si fuera una rara joya -todo objeto puede ser examinado así-, y comentó en voz queda:
-Este reloj está bien, pero andaría mejor si marcara un tiempo que no es.

Aquí se abre una cisura, una laguna que el olvido (que es también memoria) prefirió respetar.
Desconozco, por lo tanto, cómo aparecí de golpe en el Distrito Federal, recostado en el suelo contra el muro del Instituto de Relaciones Culturales Germano-Mexicano Alexander von Humboldt, en la intersección precisa de Colima y Córdoba, en plena colonia Roma.
Habían expulsado del local a nuestro taller de literatura de El Alfil Negro por no sé qué óperas alemanas, pero yo había vuelto al lugar -adonde no iba a ir nadie-, como quien cumple una cita tácita, una cita cuya concreción no depende de la concurrencia efectiva de los contertulios.
En la esquina desierta se oía el chasquido que produce la caja de los semáforos a cada cambio de señales, esporádicos ululares de sirenas de patrulleros y, a lo lejos, el pito chirriante del camotero.
Ya caída la madrugada bajaron de un auto dos mujeres, aún jóvenes pero maduras, que se despidieron frente a mí sin notarme. Una tomó por Córdoba hacia el Sur, que me pareció el punto cardinal del destino, y la otra ingresó al edificio como si allí viviera. Creí reconocer en ella a una indefinida compatriota, antes exiliada, que había vuelto a Buenos Aires y decidió finalmente regresar a México. Agradecí que me soslayara porque de algún modo vago, ahora negado, había sostenido con ella un sordo pleito del que no quise acordarme.
Comenzaron a cantar los pájaros.
Al encenderse traslúcida la esfera celeste sobre las sombras persistentes de la superficie el follaje fue cobrando minuciosa nitidez.
De pronto percibí que se acercaba, amenazante de locuacidad, una vieja desdentada, entre loca y mendiga, envuelta en trapos andrajosos, que me involucró en un monólogo intensamente comprometedor del que no retengo casi nada.
Empezó imprecando en yidish:
-¡Drek! ¡Schmutz!
Y luego en inglés:
-¡Mexican way!
En su incoherente soliloquio se intercalaron expresiones desconcertantes, como "masacráticos", "demosgracias", "derechos germanos", "plurisismos", pero el sentido global, siquiera simbólico, de su descompuesto mensaje, me excedió por completo.
Sólo sé que pretendí ir huyendo por las calles desoladas de la Roma con el rumbo fijo del desamparo y me metí presuroso a un taxi providencial, que arrancó en el instante mismo en que esa bruja patética se estrellaba contra la carrocería y quedaba reventada, exánime, en medio de la acera.
Tras el breve trayecto olvidé en el taxi mi carga ritual de diarios, revistas y libros, y mi esencial cartera, donde estaban la agenda, el dinero y los documentos de identidad, y subí por una alta escalinata de mármol a un caserón vetusto, poblado de artistas y prostitutas con vestiduras de comediantes, alegres y coloridas.
En una especie de galería lateral, cubierta con techos, mamparas y tabiques de vidrio esmerilado, yacían junto a unos macetones la maga y el bufón. Trajes sastre rojos, moñitos negros sobre blusas de encaje blanquísimo, sombreros de copa, bastones con puños de marfil, mallas de bailarina ajustadas a los cuerpos, rostros decorados con espeso maquillaje, desafiantes senos turgentes, conferían al ámbito de la deteriorada mansión y a sus ocupantes -entre quienes se mezclaban hombres de visita, jóvenes e informales, con impecables oficinistas de corbata y portafolios-, un aire festivo de circo.
En el Salón Grande la vi a ella recostada junto a un negro esbelto y sensual, desnudos, en íntimo diálogo erótico. Quise proferir algo insustancial, como si el encuentro no hubiera alterado el curso normal de las cosas, pero abandoné la parodia y la discordia reclamado por un alboroto confuso.
Un señor bien trajeado aducía funciones de inspección y una de las amazonas entraba y salía del salón agitada, consultando la respuesta más conveniente.
-Dice que pertenece a la Suprema Corte de Justicia- informó la dama.
Entonces emergí de mi perplejidad, me dirigí hacia la entrada y le descerrajé unas palabras que lo hicieron retroceder y borrarse medrosamente escaleras abajo:
-¿Vuoi sapere cos'è il rimpatrio?

El diario

Al gordo Acuña, que le ponía música a las gacetillas

No era un diario. Era la límpida utopía de un diario, su impecable arquetipo, la forma finalmente asumida por el Edén.
Yo sabía desde siempre que algo así iba a ocurrir. Lo soñé entre las rejas de imprecisas cárceles concéntricas sintetizando retazos de mi pasado.
Cuando en la despedida de la adolescencia, a finales de los cincuenta, me senté por primera vez en una redacción, ante un escritorio plegable de hierro grávido de una Underwood de entreguerras, la sordidez de esa especie de rústica cuadra de escribas no logró vulnerar el encanto de la cita entre mi vocación y yo. El buró se abría haciendo saltar como un sapo la máquina empotrada, en medio de ruidos semejantes a los de un taller mecánico, y se ponía la hoja mate de originales, con su pelusa, sus inútiles líneas y números pautados, ensayando la pausa inspiradora del comienzo.
Entonces el Gordo Acuña, sin dar tregua, ladraba desde la mesa: -¡No piense: escriba!
Ahí supe que ése era el maravilloso lugar de los milagros, donde cualquier cosa era posible. Hasta alcanzar realmente la meta elusiva y congénita de todo periódico, su desiderátum motriz: apresar a cabalidad el universo en doscientos gramos de papel impreso con palabras e imágenes.
Fraguar así ese otro simbólico universo a domicilio, que caería en los jardines como lluvia de letras -cual prodigio de la civilización-, o entraría por los buzones o las rendijas que quedan entre los bordes inferiores de la puerta y el suelo, o que se recogería en cualquier esquina a cambio de unas monedas, como una llave maestra para enchufarse al mundo y vibrar con los acontecimientos de los más disímiles parajes del planeta.
Pero esto que sucedía ahora, la anunciación del diario perfecto, de un medio que rompería todos los géneros conocidos para fundar una nueva era de las comunicaciones, y mi providencial inclusión en el proyecto, desbordaba cualquier ilusión, me introducía en el mundo increíble de los deseos cumplidos.
La mañana había amanecido extraña, como si se reservara algo.
Ante la mesa servida con el café, el pan tostado y la mermelada, ella preguntó, redundante, si yo había preparado el desayuno; y respondí serio, sin estar seguro de que fuera una broma: -No; vino Orson Welles y lo dejó listo.


Más tarde la casa quedó bajo el poder del silencio y me senté a esperar el ignorado acontecimiento que sobrevino después. El gato se arrellanó en el sillón de enfrente dispuesto a acompañarme en ese hiato.
Con rara serenidad, reflexioné en que estaba desocupado y no sabía qué me depararía el destino como homo economicus. También pensé en la barrera casi infranqueable que había representado para mí la labor periodística respecto de mis tempranas inclinaciones hacia la escritura literaria. Me interné en la dialéctica del odio y el amor a esa insalubre profesión que viví intensamente durante más de cuatro décadas. Ella me dio -estuve pensando- este manejo instrumental del lenguaje que, si bien no clausura la belleza y la fantasía, terminó por ahogar en tinta perecedera mi gusto por la invención de ficciones. Sentí nostalgias de dejarme nuevamente llevar por la deriva del idioma para recrear y compartir tramos de existencia, texturas, rincones y sentidos de la vida.
En eso estaba hasta que supe el objeto de mi espera. Sonó el teléfono y era Rafa, que se alegraba por mi reciente regreso de Buenos Aires y me anunciaba que tenía un trabajo para mí. Parecía el maná, pero iba a ser mucho más.
Se estaba armando un nuevo diario que alentaba la inocente pretensión de arrasar con todos los demás. Me pareció inevitable que empezara a explicármelo así, por descarte, en ejercicio de ese sadismo profesional que nos marca. Yo debía ocuparme de la sección de informaciones internacionales, mi preferida.
La mejor tecnología, un nuevo concepto periodístico, una selección de firmas y de estrellas políticas, científicas y literarias en el país y en los cinco continentes, algo que no podía fallar. Por supuesto (pero esta vez sí sería cierto), libertad irrestricta. Los financistas y sus soportes políticos estaban más allá del bien y del mal. No en el sentido de Nietzsche o de Dios, sino en una clave casi lúdica, la de la primigenia inocencia.
La redacción sería un bunker coordinador tapizado de consolas y pantallas computarizadas para recibir, escoger, ordenar y finalmente urdir la trama y la forma, definitiva y fugaz, de cada edición. La tropa de redactores, tituleros, corresponsales, fotógrafos y dibujantes, dispararía sus materiales desde sus casas o sus estudios particulares, o desde los lugares de los hechos, interconectada a una vasta y sofisticada red satelital que la mantendría constantemente en diálogo con la central y con los sitios decisivos del mundo exterior.
-Porque a veces pasa que para escribir una línea sobre cualquier cosa -se entusiasmaba Rafa- hace falta saber lo que sucede en todo el planeta, el último hallazgo parido por las ciencias biológicas, el más tenue palpitar de los conflictos sociales en Tailandia.
A esta altura del delirio ya no era necesario -hubiera sido un sacrilegio- hablar de salarios, que seguramente serían siderales e irrelevantes de tan excesivos, y aun así seguirían siendo una parte ínfima de lo que se gastaría en equipos, servicios y sistemas.
Según Rafa esto era distinto; era una nueva forma de hacer periodismo en el mundo, y hasta una nueva forma de consumirlo. La agilidad, la instantaneidad y la riqueza de las imágenes de la radio y la televisión más la profundidad, la contextualización y la permanencia de la prensa, todo impreso en múltiples ediciones diarias transmitidas a terminales particulares o distribuidas a suscriptores, en un sorprendente papel-tela, brillante, opaco y liviano, con indelebles tintas polícromas, cubriendo una crisis cada cuatro horas.
-Estás loco, Rafa; no sigas que no te creo nada- le dije en busca de un resuello que me permitiera asimilar lo que estaba pasando.
Traté de distender la conversación y ganar tiempo recordándole que Borges no leía diarios porque dudaba que todos los días ocurrieran cosas importantes y, más aún, que en caso de que efectivamente sucedieran alguien llegara a enterarse, sobre todo si era periodista.
Pero Rafa Améndola, mi compatriota y colega de tantos años, con quien habíamos recalado en México corridos por los milicos, estaba embalado y no podía parar.
Como se aspiraba a la perfección fueron eliminados los manuales, los revisores de estilo y los correctores de pruebas. Por las noches, o en caso de ediciones múltiples en cada cierre, los jefes echaríamos un vistazo en pantalla al conjunto y un repaso minucioso a nuestra respectiva sección, dispuestos a cualquier eventual ajuste de último momento. Los títulos se presentarían en los monitores como un metatexto para eliminar o evitar repeticiones tanto léxicas como sintácticas.
Alarmas automáticas especialmente programadas nos advertirían sobre abusos indebidos en el tratamiento de determinados temas, en el empleo de algunas palabras o giros, o en la reiteración de diagramas o recursos gráficos.
-En la variedad está el interés- pontificaba Rafa, que en esto de los lugares comunes era un tigre.
En días normales -es decir, cuando no hubiera más que una edición- a partir de las dos de la madrugada (para captar la salida de los locales nocturnos y de los Vip's abiertos permanentemente, así como para llegar hasta la casa de los suscriptores antes de que despertaran), una nube de repartidores exclusivos se extendería por todo el Distrito Federal en motonetas silenciosas.
Lo mismo ocurriría en Guadalajara, Monterrey, Puebla, Veracruz y las demás capitales estatales, donde la edición se reproduciría fielmente vía satélite.
Miles de personas en todo el país ya habrían leído El diario cuando sus competidores aparecieran junto a él, cinco o seis horas más tarde, en los para muchos ya obsoletos puestos de venta de periódicos.
La imagen gráfica sería extraordinaria -me aseguraba Rafa-, porque tendría algo todavía más asombroso que su belleza, eficacia y originalidad.
Estaba pensada para ir cambiando y metamorfoseándose con las semanas y los meses, a fin de no cansar la percepción del público, sin perder sus virtudes cardinales ni diluir la identidad visual.
Un equipo selecto, cuyo anonimato debía cuidarse celosamente para no entorpecer su privacía, estaba encargado de asegurar que íbamos a producir un objeto no sólo lúcido y omnicomprensivo del actuar, el sentir y el pensar del mundo, sino también hermoso, inesperadamente hermoso.
Durante una fase sucesiva, pero inmediata, se lanzarían nuestras ocho ediciones internacionales policéntricas, en Nueva York, Moscú, París, El Cairo, Río, Nairobi, Pekín y Tokio, cada una elaborada en el lugar, conservando sólo en común algunos editoriales, columnas firmadas y artículos de fondo. Una legión de traductores cuidaría la fidelidad y la calidad de las versiones al inglés, ruso, francés, árabe, portugués, swahili, chino y japonés.
El diario mundial y multifacético alimentó desde el comienzo tanto mezquinas paranoias como ilusiones de una vida profesional itinerante y mágica, fuente inagotable de megalomanías mesiánicas, capaces de convertir un proyecto periodístico en una suerte de religión laica.
Nuestro enigmático mecenas, o por lo menos el que ponía el rostro, era un tal Bruno Monteverde, hijo de un ex político nayarita, al que le gustaba encerrarse los fines de semana en su mansión de Tepoztlán a tocar el violoncello y cocinar pozole, mientras fantaseaba confusamente con la idea de convertirse en una especie de nuevo Citizen Kane del siglo veintiuno, un moderno zar de las comunicaciones computarizadas en la aldea ecológica, capaz de evitar catástrofes mundiales manipulando los titulares de primera plana.
Sobre los patrocinadores Rafa no fue muy explícito y durante las semanas y los meses de preparación que siguieron a nuestro diálogo telefónico el punto no hizo sino oscurecerse y confundirse paulatinamente.
Rafa quiso parecer enigmático, pero se percibía a las claras que estaba en ayunas:
-No se puede saber -decía-, porque así son las cosas en este tipo de asuntos.
Y explicaba: Hay todo el dinero del mundo. Los intermediarios de los que lo ponen (porque ésos nunca dan la cara) dicen que nos fijemos los sueldos nosotros mismos. No hacen problemas con el staff de colaboradores o la orientación. Quieren lo mejor, venga de donde venga, sin mirar a quién, con quién o contra quién. Podemos publicar en portada un reportaje a Sendero Luminoso o la última sandez de Fukuyama sobre el fin de la historia y de las ideologías. La libertad es absoluta y por eso la responsabilidad también. Hay que verlo para creerlo. Me consta que gastaron un millón de dólares en tres meses sólo para estudios previos, asesorías y derechos. Ya se compraron las máquinas y los equipos. Dicen que vienen en un barco panameño.
Entonces se animó a sugerir:
No vamos a tener más remedio que inventar una historia creíble de pantalla, una historia que oculte lo que ni siquiera nosotros sabemos: de dónde parte todo esto. Pero ocultar es mostrar y a la larga no sé cuánto durará el verso. Por el momento (y como jugamos a ciegas tal vez sea cierto) vamos a manejar la versión de un consorcio transnacional de monopolios, organizaciones no gubernamentales, banqueros, ecologistas, universidades y centros de arte de Japón, Europa, Estados Unidos y lo que quedó del bloque soviético, una fundación de cultura y comunicología sin signo político preciso (salvo la fe en la eficiencia, la salvación del planeta y el diseño de una nueva sociedad global, aunque se sospecha que cuidadosamente fragmentada, para el siglo veintiuno). Sería un conglomerado tan vago y anónimo como dotado de un poder omnímodo.
A la charla con Rafa siguió un relax con el gato y la búsqueda de un cable a tierra en las nimiedades de la vida cotidiana.
De un modo ambiguo intuí que continuaba desempleado, pero la fascinación de la aventura y el loco deseo de vivir como real mi fantasía, que se estaba volviendo colectiva, me mantuvieron en el proyecto.
Hubo complejas reuniones preparatorias y el grupo inicial iba creciendo. Me encontré con colegas prestigiosos y serios, algunos ya conocidos y otros que durante años había querido tratar.
Las cosas se desenvolvían con una extravagante lentitud. Elaboramos categorizaciones temáticas, sistemas de comunicación informales que daban su lugar al desorden y al caos, estudios diferenciales de los registros lingüísticos hablados y escritos de nuestros potenciales lectores, textos puntuales modelo para dar cuenta de situaciones de equilibrio y desequilibrio, explicaciones con intención totalizadora de procesos regionales y mundiales, una gama flexible e interactiva de hipótesis sobre los desarrollos políticos de los próximos diez años, cronogramas específicos para diversos días de la semana y variados menús informativos.
Las sesiones de la redacción en ciernes eran una fiesta de la inteligencia y la creatividad, un torneo de aciertos y hallazgos donde el sentido común ("el menos común de los sentidos", apuntaba Rafa, como si hubiera inventado la expresión) se valía de las nuevas maravillas tecnológicas para liberar a nuestro futuro lector de las farragosas intermediaciones engendradas durante los últimos tres siglos por las rutinas burocráticas del oficio periodístico.
La madurez del equipo tuvo su punto de no retorno cuando segregó rápida y expeditivamente a un efímero "asesor de estilo", enviado por nuestro Randolph Hearst, pletórico de ínfulas sacramentales. Pretendía prohibir las oraciones subordinadas y el uso de verbos auxiliares, reducir a un mínimo la utilísima y módica palabra "que" (ya sea como conjunción, pronombre relativo o interjección) y proscribir los dinámicos gerundios. Ah, y consideraba un delito iniciar un texto con una pregunta. "Suele crear incertidumbre", decía, en medio del asombro circundante. Identificado como un ejemplo de "cretinismo gramatical" se lo humilló con la oferta de ocuparse del archivo. La incorporación de un viejo periodista de raza, que avaló nuestros devaneos con suficiencia, diciendo que había vivido un experimento análogo durante el sexenio de Ávila Camacho en un periódico aparecido por dos meses en Tuxtla Gutiérrez, consolidó al grupo, le confirió el equilibrio que estaba necesitando para no perder contacto con la realidad.
Entonces hicimos los primeros números cero, que fueron cobrando forma y maravillándonos gradualmente en una espiral de logros que parecía infinita. (Rafa decía que era “una asíntota, una recta que prolongada se acerca indefinidamente a una curva sin encontrarla.) El producto no era el soñado pero nos convencimos de que con las máquinas prometidas lo sería.
La gente empezó a hablar de El diario, se publicaron artículos y se difundieron programas de radio y televisión anticipando algunas de sus características, sugiriendo otras y conjeturando las demás, y así el proyecto fue adquiriendo una morosa y fantasmal existencia objetiva. Nos encontrábamos en unas vetustas oficinas que habían sido la administración de un cabaret en los años treinta y nos solazábamos en intercambiar sonrisas irónicas y gestos de desganada arrogancia, como confesándonos indulgentemente la pertenencia compartida a una urdimbre fantástica de la que no podíamos o no queríamos sustraernos. Visitábamos un vasto convento del siglo diecisiete que sería nuestra sede y al que se dotaría con el más avanzado equipamiento electrónico y computacional sin afectar sus amplios jardines, donde según advirtió uno de los veteranos seguramente aún deambularían los espíritus (y quizá los cuerpos) de sus primitivas moradoras, las monjas carmelitas, una de las cuatro grandes órdenes mendicantes. Allí organizamos algunos asados y decidimos la distribución de las diferentes secciones en las variadas aulas y celdas de clausura, que se parecían a las celdas de la cárcel donde soñé, en incontables noches de duermevela, figurándome el paraíso bajo la especie de una redacción.
Después, insensiblemente, las reuniones se fueron espaciando hasta que desaparecieron del todo y ya nadie, fuera del grupo fundador, volvió a hablar de El diario. Cuando nos encontrábamos por azar en la calle o en algún bar, a la salida de un cine o un teatro, o en alguna redacción, volvíamos sobre el tema como si siguiera vigente. El más fiel a la idea original sigue siendo Rafa. Según él, El diario no debe salir nunca del indeciso ámbito de los proyectos para no arruinarlo.

Aunque nos maten

A Juan Nicolás Curci, el Tucumano

A los danzantes nos hallan luego en los pueblos porque andamos de aquí para allá. Eso es bueno, pero no siempre. Ya ve usted que cuando uno topa de golpe con alguien querido después de mucho tiempo la verdad salta a los ojos. Y esa vez que me encontré de nuevo a la Rufina no me gustó. Quién sabe por dónde andaría todos aquellos años. Yo no me pude quitar la huella de su aroma a quemado desde que el destino nos juntó. Por eso cuando nos volvimos a ver lo quise revivir, pero no se logró. Todavía siento sus pelos en mi lengua, el remolino de polvo en la tierra seca, el afán de la carne ardiente entre la ropa mojada. Desde que me tumbó junto a la yuca dejé de oír el ladrido de los perros. Sólo su voz que me decía: "Ya sabes, aunque nos maten."
Usted querrá que le cuente cómo era esa mujer. Pero apenas si la conocí esa noche en las fiestas de San Vicente Juquila y al rato ya andábamos correteados por el monte.
Después no la había vuelto a ver. Sólo me estuvo acompañando como un sabor del recuerdo.
Aquel día habíamos llegado a la obligación con el jefe Cuitláhuac bien temprano. Estábamos más tranquilos que agua de charco, pero desde que me dieron mi danza tropecé con sus ojos. Me miraban como si yo fuera el mismo Tezcatlipoca, el Espejo Humeante pues. Siempre te miran, pero fue distinto. Terminé el saludo a los Cuatro Vientos y me metí en la danza de Xipe, el Desollado. El latido del huéhuetl me brotaba dentro, como si el corazón se me saliera para que el sol entrase. Ya ve que esa dancita es larga, de ocho pasos, y en los giros uno experimenta que a cada rumbo se le da lo suyo. Cuando bailé no la miraba, no la sentía mujer; sólo sus ojos. Ya sabe usted que son cosas distintas. Uno es danzante. Pero esa vez noté que su aire me rodeaba y me movía cobijado por su sombra.
El caso es que por la tarde, cuando todos estaban echándose un taco, la busqué como distraído por el atrio y hasta pensé que ya no la vería. Pero con todo y eso conseguí jabón y me bañé para la noche. No quise regresar con los demás y me quedé con mis cuatro primos para volver a la madrugada en su camioneta.
Éramos los fuereños y ya con unos mezcales empezamos a presumir de entrones. Cuando llegamos a la fiesta la banda tocaba "Dios nunca muere" y Rufina esperaba de blanco entre todas las mujeres, coronada por una trenza negra y brillosa. Esa costumbre de los pueblos: las hembras sentadas por un lado, los hombres de pie junto a los tragos, y nosotros aparte, viendo cómo se acomodaban las cosas.
Si no hubieran empezado tan pronto las cumbias tal vez nos vamos temprano con mis primos a seguirla entre nosotros, a barajar de nuevo nuestras pobres vidas, como si perder tuviera su encanto.
Lo malo fue que cuando acordamos todos estaban bailando y Rufina me rozaba con la falda al pasar sin dejar de prestarle el rostro a su pareja. Esperé que el mezcal hiciera su trabajo y la saqué.
Desde que nuestros olores se aparearon a la vista de todos las cosas comenzaron a cambiar. Lo suave se fue poniendo duro, por así decir, y vale la intención, porque así fue por donde se lo mire.
Primero cesó ese ruido de fondo que revuelve la música y el jolgorio de las fiestas con el murmullo de las conversaciones; después hubo algunos cruces de miradas entre los lugareños.
Nos habían dejado solos en el patio, a mis primos y a mí, con unas muchachas trémulas entre nuestros brazos. “Quieren ver cómo le damos a la salsa los danzantes", me dije burlón, pero no había motivo alguno de risa.
Nada quisimos saber de si eran solas o no las mujeres que estábamos alborotando hasta que empezaron a pararse sus maridos con las manos a la cintura, donde relucían unos pistolones profundos. Hubo gritos y zamarreos, algunos disparos al aire para ponerle un alto a mis primos, que salieron como si los llevara el diablo, y otros que se perdieron en la negrura de la noche. Unas señoras mayores se afanaban en guardar vasos y botellas, impasibles, como si esas balaceras fueran cosa cotidiana. Todo lo estuvimos viendo la Rufina y yo bajo una mesita, cual si nos hubiera tragado la tierra.
Pero cuando el ambiente se fue serenando y la única que no apareció fue ella la cosa se puso color de hormiga, compadre.
Mire que soy valiente -alguna vez lo he demostrado- pero lo cierto es que se me aflojaron las piernas. Si no fuera por la calentura que me soltó Rufina clavándome sus pezones en el pecho ahí me quedo quietito a esperar quién sabe qué.
Las otras se apretaron al centro del patio para compartir la culpa. Los hombres las fueron arrancando a jaloneos de su isla de vergüenza, una a una, entre insultos y golpes.
Cuando vieron solo a Chema, el marido de Rufina, suspendieron el mitote y sacaron a los perros. Pero nosotros ya habíamos saltado la cerca del chiquero dejando atrás la escandalera de los cerdos.
En ese momento pensé que si nos alcanzaban nos matarían. Corrimos a campo abierto buscando algún matorral donde meternos, pero eran puros nopales y magueyes rodeados por la tierra pelona y apenas si pudimos esquivar las espinas. La jauría se nos acercó tanto que en un momento de terror creímos oír su jadeo. Seguimos sin parar para librar el apremio, hasta que vadeamos el arroyo y se volvieron a escuchar algo más lejos las voces y los ladridos.
Ya en la otra orilla, exhaustos, reunimos las fuerzas que nos quedaban para continuar adelante.
El miedo nos empujó pendiente abajo hacia el caserío cercano cuando el cuerpo de ella se me vino encima y rodamos trenzados bajo la yuca.
Ahí despertó el acoso que llevábamos dormido entre las piernas. A horcajadas sobre mí, Rufina se sacó el vestido húmedo liberando sus pechos carnosos y calientes para darme a chupar entre mordiscos la sal que le escurría del cuello y endulzaba sus pezones endurecidos. Sus dedos luchaban por zafarme el cinto. Yo la tiré de espaldas y me sumergí entre sus muslos a saborear la guanábana tersa y olorosa que se abría a mi lengua, mientras mis manos seguían exprimiéndole la leche del deseo. No me dio tiempo a desvestirme. Su grito de placer me hizo montarla con la furia de quien cabalga su sabida muerte. Me enardecía aquel olor polvoso, casi amargo, como a sangre quemada. "Aunque nos maten", gemía junto a mi oído cuando sus labios escapaban a mi boca. No paré hasta sacarle todas las ganas que traía en el vientre.
Después, quietos uno dentro del otro, sentimos en silencio que ya nadie nos seguía. La noche espesa olía nuestros humores y una brisa piadosa confirmó que el peligro había pasado de largo como un escalofrío.
Despertamos abrazados y sedientos; se veía muy cerca la Iglesia de la Merced saludando con sus campanas a gallos y trenes. Al dejarla en casa de su hermana, muy callada, Rufina se despidió de mí como si no me conociera. Nunca supe qué le dijo a la familia, ni cómo convenció a su Chema de que no pasó nada.
Cuando después de varios años me buscó en la fiesta patronal de Yerbasanta no hablamos de eso ni de ninguna otra cosa. Tuvimos la vista clavada dentro de nosotros mismos, trabados de los nervios, husmeando un tiempo que se fue, tratando de revivir la noche bajo la yuca. Pero no se pudo.
No fue fácil entender aquella noche, aunque tampoco sirve de nada. Con los años supe que los de San Vicente Juquila nunca matan a nadie. Sólo querían humillar a los forasteros y sentirse muy machos. Demostrarle a las viejas que los otros son gallinas y darles una buena madriza antes de cogérselas. Que los fuereños se escaparan como maricas después de ilusionarse con sus mujeres. Y que ellas se conformaran por la madrugada pensando en el taco de ojo que se dieron y lo bien que las culearon sus maridos.
Así que cuando huíamos éramos parte de ese circo. Sólo la avidez que nos unió un instante pudo hacer lucir la dignidad. El orgullo de amar, se dirá.
Nos hubieran matado. Para que la rutina no se tomara su revancha. Para que no se encarnizara con nuestro recuerdo, con nuestro pedazo de eternidad carajo, la vez que nos volvimos a encontrar. No estaría yo hablando solo en esta habitación vacía, conversando con las paredes como un loco, contándole de nuevo la misma historia casi con idénticas palabras a quien sabe quién, a nadie pues, ahora que se me olvidaron las cosas y apenas me quedan las palabras.

Festín

A la mirada de Emilia

San Luis Ocotlán era un pueblo como tantos, perdido entre áridas serranías, antes que hiciera historia su última fiesta patronal.
Nadie hubiese imaginado que su destino conmoviera a otras regiones, que su nombre se silenciaría desde entonces con recelo para protegerlo del oprobio.
El ocote que se quemaba en el sahumerio había desaparecido con los bosques, convertidos en tablones, por la nueva ruta de tierra apisonada que iba a la capital. El beneficio de café del vasco Azcona, un usurero sordomudo que prestaba dinero para agrandar sus campos por vía de los remates judiciales, era la principal actividad productiva fuera de los cultivos de subsistencia. El único y exótico vínculo con el exterior eran los programas de radio y TV, que descargaban sobre los lugareños historias y escenarios inverosímiles.
Desde que el vasco aprendió por carta el lenguaje de las manos junto con los otros dos sordomudos de la comunidad se la pasaban hablando todo el tiempo como unos charlatanes. Todo transcurría sin sobresaltos ni amenidad entre rutina, hábitos y costumbres.
Pero la tarde de la ignominia el pulque que corría de buche en buche los había embriagado hasta hacerles perder el sentido y tenderlos a todo su largo sobre el lodazal de orines del atrio.
Frente a ellos y otros borrachos que se recargaban en las bardas, bajo las tiras de papeles de China, los danzantes cubiertos con máscaras de ancianos y animales fabulosos repetían incansables los movimientos del ritual, aturdidos por el ajetreo bullicioso y el derrape desafinado de la banda, entre gritos, alboroto de peleas, risas superpuestas y llanto de niños.
Las cosas empezaron a cambiar cuando primero algunos, después la mayoría y más tarde casi todos, levantaron la mirada con cierta inquietud hacia el pajarraco negro, aparentemente solo, lejos de su bandada, que observaba inmóvil la vasta escena desde el campanario.
Su plumaje brillaba como un liviano espejo de tinieblas sobre la pesada campana de bronce, exhibiendo una apostura entre soberbia y amenazante.
Después de la sequía interminable del lustro anterior los zopilotes ya no caían por las tardes sobre la tierra blanquecina y dura de los campos a limpiar de carne los esqueletos de las vacas muertas.
Ya casi no había animales en el pueblo, salvo la yunta de don Regino, que ahora deambulaba por el atrio, y la escuálida ternera que solía abrevar conducida por Emilia, una adolescente de pesadas trenzas negras, en el hilo de agua que sobrevivió a la presa.
Así que se había acabado el espectáculo de las aves de rapiña disputándose los jirones flacos de las reses, desgarrándolas minuciosas y voraces contra la puesta de sol.
Sólo restaba la fiesta patronal para perderse en el pulque entre el sonido confuso de la banda, la salmodia de las alabanzas, el monótono baile de los danzantes y la indiferencia del santo de palo, cuyos ojos absortos parecían sorprendidos por la desgracia general.
Esa desgracia sin cuento que los perseguía a todos de mil formas. Porque después de la sequía vino el ejército sembrando muerte y escarmiento entre los jóvenes, la presa que desvió las aguas y la peste de los niños panzones, que se llevó a decenas hasta que mandaron las enfermeras y los camiones con suero y maíz.
De modo que cuando al primer zopilote se le fueron agregando un segundo, y otro, y otros más, clavándose exultantes hasta cubrir de negro los techos y la cúpula del templo, la inquietud se hizo pavor.
Tal vez llegaban atraídos por los aromas de fritura que despedían los puestos de comida, pensaron al principio algunos, mientras se alejaban cada vez más presurosos de la iglesia entre restos de alimentos, máscaras grotescas y el barro meado por los varones.
Cuando el viento se fue deteniendo poco a poco hasta extinguirse cesaron también, como bajo un conjuro, el griterío de los vendedores, la danza, la música y los rezos.
Inmovilidad y silencio fueron otra vez el horror en ese instante previo al desprenderse brusco de los zopilotes y su descenso convergente sobre la decena de cuerpos ebrios y dormidos, que libraron su lucha desigual contra los ávidos picos.
Los demás huyeron despavoridos dejando allí abandonados a sus borrachos bajo la hambruna de las aves rapaces, como si no los unieran a ellos historias comunes, lazos de vecindad y parentesco, o la simple piedad por los semejantes que predican los sacerdotes en los templos.
Regino alcanzó a levantarse a duras penas y escapó tras su yunta antes de perderla. Llegó al paradero de los autobuses con toda la ropa desgarrada, a tiempo para sumarse al éxodo con el cura y el monaguillo en la camioneta municipal.
Cuando al día siguiente el pueblo amaneció bajo el maleficio de la ausencia aparecieron la Cruz Roja y la policía para llevarse los despojos, junto al grupo anhelante de periodistas y camarógrafos. Uno de la televisión que repartía billetes entre los policías puso en medio de la escena de los esqueletos al santo de madera. “Para darle realismo”, dijo.
El cielo estaba despejado y la brisa volvía a revolver la polvareda y a balancear las cuerdas con los papeles recortados de pálidos colores.
En la calle central de tierra quedó el carro de una de las víctimas, el frutero de nombre Pulido, con una leyenda pintada en la defensa trasera que decía: "No me compares".
Eran las cinco en punto de la tarde cuando Emilia, como todos los días sin lluvia, cruzó espectral por el pueblo con su magra vaquilla y su mirada oscura y filosa hasta el arroyuelo que llegaba del cerro.
Se habían ido los zopilotes, el cura, los policías, las cámaras de televisión y la Cruz Roja.
Quedaban los muertos en el camposanto, las piedras del crucero mágico embrujadas por el mito de los ancestros y las casas vacías, como detenidas en el tiempo.

Acerca del autor

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Biobibliografía

Eduardo Lucio Molina y Vedia (Buenos Aires, 1939), como otros muchos escritores, viene del periodismo. Éste, su primer libro, reúne textos elaborados durante las últimas dos décadas. Incluye desde cuentos hasta los autorretratos femeninos de la sección “Galerías” y un ejercicio de mimesis borgiana, Vindicación de El nombre”, sugerido por un curioso episodio con motivo del día de los inocentes de 1984. Molina y Vedia inició su trayectoria en 1958 en “El Territorio” de la ciudad de Resistencia y ocupó en Buenos Aires jefaturas de sección en el semanario “Primera Plana” y el diario “La Opinión”, entre otras publicaciones. En México desde 1977, colaboró en periódicos y revistas, tradujo una veintena de libros, dirigió “le Monde diplomatique en español”, se desempeñó como corresponsal de la agencia Inter Press Service y fue jurado en 1983 del Premio de Traducción Literaria Alfonso X. Algunos de sus cuentos fueron publicados en la revista argentina “Utopías del Sur” y en las mexicanas “Plural”, “Topodrilo”, “El Alfil Negro”, “Revista de la Universidad Autónoma del Estado de México”, “Filo rojo” y “Andamio”, así como en una plaquette de Editorial Mixcóatl.